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Nuestro homenaje a Umberto Eco, su reflexión sobre la felicidad

eco¿Usted sabe realmente qué es la felicidad?
A veces me pregunto si muchos de los problemas que nos aquejan hoy -nuestra crisis colectiva de valores, nuestra tentación por la publicidad, nuestro insaciable deseo de aparecer en televisión, nuestra pérdida de perspectiva histórica- no podrían atribuirse a un malhadado fragmento de la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Ese documento establece que “todos los hombres son creados iguales y están dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables, entre los cuales estánel derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
Se han escrito incontables volúmenes sobre la felicidad, pero me parece que nadie puede decir qué es realmente la felicidad.
Si nos referimos a un estado permanente – la idea de que una persona pueda ser feliz a lo largo de toda su vida, sin experimentar jamás duda, sufrimiento o crisis-, una vida tal sólo podría ser la de una idiota o la de alguien que vive aislado del resto del mundo.
El hecho es que la felicidad -esa sensación de plenitud absoluta, de alborozo, de estar en las nubes- es efímera, episódica y breve. Es la alegría que sentimos por el nacimiento de un hijo, al descubrir que nuestros sentimientos de amor son correspondidos, al tener el billete ganador de la lotería o alcanzar una meta por mucho tiempo acariciada: ganar un Oscar o el trofeo de la Copa Mundial. Puede ser provocada incluso por algo tan simple como un paseo por un lugar hermoso. Pero todos estos son momentos transitorios, después de los cuales vendrán momentos de miedo, de dolor y de angustia.
Tendemos a pensar en la felicidad en términos individuales, no colectivos. De hecho, muchos no parecen estar muy interesados en la felicidad de nadie más, tan absortos están en la agotadora búsqueda de la propia. Consideremos, por ejemplo, la felicidad que sentimos al estar enamorados: con frecuencia coincide con la desdicha de alguien que fue desdeñado, pero nos preocupamos muy poco por la decepción de esa persona pues nos sentimos absolutamente realizados por nuestra propia conquista.
La idea de la felicidad individual impregna la publicidad y el consumo.
Rara vez pensamos en la felicidad cuando votamos o mandamos a nuestros hijos a la escuela, pero casi siempre la tenemos en mente cuando compramos cosas inútiles.
Al comprarlas, pensamos que estamos disfrutando de nuestro derecho a buscar la felicidad.
Pero, a final de cuentas, no somos bestias desalmadas. En algún momento nos vamos a interesar por la felicidad de los otros.
A veces eso sucede cuando los medios nos muestran la desgracia en su extremo: niños que mueren de hambre, pueblos enteros devastados por enfermedades incurables o barridos por enormes marejadas.
Ahí no sólo pensamos en la desgracia de los demás, sino que podemos sentirnos impulsados a ayudar.
Quizá la declaración de independencia debió decir que todos los hombres tienen el derecho y el deber de reducir la infelicidad del mundo, la propia y la ajena.
Copyright Umberto Eco / L’Espresso, 2014.

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