Carta de Sigmund Freud a Albert Einstein
los hombres para la guerra, y sospecha que algo, un instinto del odio y de
la destrucción, obra en ellos facilitando ese enardecimiento. Una vez más, no puedo sino compartir sin restricciones su opinión. Nosotros creemos en la existencia de semejante instinto, y precisamente durante los últimos años hemos tratado de estudiar sus manifestaciones. Permítame usted que exponga por ello una parte de la teoría de los instintos a la que hemos llegado en el psicoanálisis después de muchos tanteos y vacilaciones.
Nosotros aceptamos que los instintos de los hombres no pertenecen más que a dos categorías: o bien son aquellos que tienden a conservar y unir -los denominamos eróticos, completamente en el sentido del Eros del Symposion platónico, o sexuales, ampliando deliberadamente el concepto popular de la sexualidad-, o bien son los instintos que tienden a destruir y a matar: los comprendemos en los términos instintos de agresión o de destrucción. Como usted advierte, no se trata más que de una transfiguración teórica de la antítesis entre el amor y el odio, universalmente conocida y quizá relacionada primordialmente con aquella otra, entre atracción y repulsión, que desempeña un papel tan importante en el terreno de su ciencia. Llegados aquí, no nos apresuremos a introducir los conceptos estimativos de bueno y malo. Uno cualquiera de estos instintos es tan imprescindible como el otro, y de su acción conjunta y antagónica surgen las manifestaciones de la vida.
Ahora bien: parece que casi nunca puede actuar aisladamente un instinto perteneciente a una de estas especies, pues siempre aparece ligado -como decimos nosotros, fusionado- con cierto componente originario del otro, que modifica su fin y que en ciertas circunstancias es el requisito ineludible para que este fin pueda ser alcanzado. Así, el instinto de conservación, por ejemplo, sin duda es de índole erótica, pero justamente él precisa disponer de la agresión para efectuar su propósito. Análogamente, el instinto del amor objetal necesita un complemento del instinto de posesión para lograr apoderarse de su objeto. La dificultad para aislar en sus manifestaciones ambas clases de instintos es la que durante un tiempo nos impidió reconocer su existencia. […]
Partiendo de nuestra mitológica teoría de los instintos, hallamos fácilmente una fórmula que contenga los medios indirectos para combatir la guerra. Si la disposición a la guerra es un producto del instinto de destrucción, lo más fácil será apelar al antagonista de ese instinto: al Eros. Todo lo que establezca vínculos afectivos entre los hombres debe actuar contra la guerra. Estos vínculos pueden ser de dos clases. Primero, los lazos análogos a los que nos ligan a los objetos del amor, aunque desprovistos de fines sexuales. El psicoanálisis no precisa avergonzarse de hablar aquí de amor, pues la religión dice también ama al prójimo como a ti mismo. Esto es fácil exigirlo, pero difícil cumplirlo. La otra forma de vinculación afectiva es la que se realiza por identificación. Cuando establece importantes elementos comunes entre los hombres, despierta tales sentimientos de comunidad, identificaciones. Sobre ellas se funda en gran parte la estructura de la sociedad humana. […]
«Es difícil decirlo, pero quizá no sea una esperanza utópica la de que la influencia de estos dos factores -la actitud cultural y el fundado temor a las consecuencias de una guerra futura- ponga fin a los conflictos bélicos en el curso de un plazo limitado. Nos es imposible adivinar a través de qué caminos o rodeos se logrará este fin. Por ahora sólo podemos decirnos: todo lo que impulsa la evolución cultural obra contra la guerra.»
Obras completas
*SIGMUND FREUD*
(Siglo XXI Editores)
Traducción de Luis López-Ballesteros y de Torres
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