Autobiografía de Edgar Morín
¿Quién soy? Mi singularidad se disuelve en cuanto la examino y, finalmente, estoy convencido de que mi singularidad procede de una ausencia de singularidad. Incluso tengo en mí algo mimético que me impulsa a ser como los demás.
Adoro estar integrado y, sin embargo, no soy por completo ni de unos ni de otros. Podría ser de todas partes, pero no por ello me siento de ninguna parte, he arraigado aquí. No me distinguen el ejercicio de un talento singular ni la posesión de una verdad admirable. Me distingo por el uso no inhibido ni rígido de una máquina cerebral común y por mi permanente deseo de obedecer las reglas primeras de esta máquina cognoscitiva: reunir cualquier conocimiento separado, contextualizarlo, situar toda verdad parcial en el conjunto del que forma parte. Mi capacidad de análisis es media, mi capacidad de síntesis también, pero nunca utilizo la una sin la otra. No sufrí la profunda marca de una cultura familiar, ni la de las evidencias impuestas por la educación. Así pues, mi domesticación superficial, mi débil imprinting, me convirtieron en una muestra representativa de humanidad, animada por las aspiraciones y contradicciones antropológicas, literalmente un hombre cualquiera. Dudo mucho, creo mucho.
Tengo la impresión de que tengo pocos prejuicios, me siento abierto a ideas que se contradicen mutuamente y me percibo interiormente libre. ¡Qué buena es esta libertad que compensa tantas cualidades ausentes! Escribí en otra parte que yo estaba animado por lo que el tao denomina el
espíritu del valle, «que recibe todas las aguas que en él se vierten». Pero no me veo como un valle majestuoso; me veo más bien como una abeja que se ha embriagado libando de mil flores para hacer, con todos los pólenes distintos, una sola y misma miel. Hoy, considerando retrospectivamente mi
andadura, veo que la ausencia de cultura es la fuente de mi cultura. Mi vacío cultural originario aspiró el aire de la curiosidad, el saber, lo imaginario, la búsqueda de la verdad, la búsqueda del bien, la elaboración de mis propias normas. Fui edificado por aquello de lo que sentía sed. Mi apertura omnívora mantuvo mi autodidactismo, que a su vez mantuvo mi apertura omnívora. A través de mi autodidactismo me descubrí, descubrí mis verdades contrarias. Cosa paradójica: mi curiosidad, que me singulariza con respecto a los normalizados, satisfechos o resignados, es lo que me
convierte en un ser poco singular y relativamente indeterminado. No siento ese desdén cultural de los intelectuales nacidos en las clases altas de la sociedad y que jamás pasearon por los grandes bulevares populares; siguen pareciéndome atractivas las cancioncillas, las novelas no reconocidas como literarias, las películas que no son de filmoteca y, hoy, las series televisivas.
He conservado las curiosidades de la adolescencia, he seguido interrogándome sobre las cuestiones primarias. He estado siempre atenazado por la
interrogación, nunca he dejado de reinterrogar. El juego antagonista de mis aspiraciones contradictorias, la curiosidad por cosas muy diversas suscitaron una dinámica ininterrumpida que animó, desde el interior, la formación y el desarrollo de mi cultura y, finalmente, de mi filosofía de la complejidad. He hecho estudios diversificados y he adquirido una policompetencia. He seguido aprendiendo, más allá de los estudios, en la dirección de mis curiosidades. Me he dejado interpelar por los acontecimientos y he cuestionado mi modo de pensar cada vez que el acontecimiento lo contradecía.
De los veinte a los treinta años tuve la suerte de haber asistido a la escuela de la vida y de haber respondido a las necesidades de mi espíritu. No he dejado de ser estudiante porque he sido investigador en el sentido pleno y existencial del término. Fui y he seguido siendo un estudiante que elige a sus educadores, y liba a la vez de la cultura universitaria y entre los autores ignorados o excluidos por esta cultura. En cierto sentido soy fruto de la cultura universitaria; en otro sentido mi indisciplinaridad y mi transdisciplinaridad hicieron que su alto mandarinato me condenara durante decenios. ¡Cuántos desdenes me ha valido, entre los educadores, mi deseo de educarme! Soy, sigo siendo estudiante siendo autor y porque soy autor.
Es muy difícil evitar el egocentrismo intelectual que consiste en considerarlo y juzgarlo todo colocándose, naturalmente, en el centro del mundo. El observador/concebidor debe incluirse en la observación y la concepción. El conocimiento necesita el auto-conocimiento.
También en mí, evidentemente, funciona la máquina mental de autojustificarme, pero me parece que mi latente sentimiento de culpabilidad y, sobre todo, mi auto-examen crítico, le ponen freno. Siento, como todo el mundo, resentimiento y rencor, pero el ejercicio autocrítico me ayuda, si no a superarlos, al menos a no permitir que me superen. El auto-examen no es sólo mi parachoques: me impide ocultarme en exceso, a mí mismo, mis
negligencias, mis desfallecimientos, mis inconstancias, mis errores y mis estupideces…
Precisamente porque he querido establecer la comunicación, nunca he podido encerrarme en la sociología cerrada, la antropología cerrada, la filosofía cerrada o la ciencia cerrada. Así llegué naturalmente a ir y volver entre la cultura humanista y la cultura científica. Durante aquellos años no me forjé una verdadera cultura científica, es decir que pasara por los departamentos de ciencias de las universidades, y que respeta la compartimentación
pluridisciplinar. He querido introducir la cultura humanista en la cultura científica, y la cultura científica en la cultura humanista, para establecer un diálogo que las modifique a ambas.
Es, pues, mi deseo, mi preocupación por ser culto, lo que me vale sarcasmos. Y sólo recientemente he comprendido que mi aberrante singularidad no es otra que mi mensaje universalista: hay que ser culto. Lo que hoy debiera significar «ser culto» no es permanecer encerrado en la propia especialización ni satisfacerse con ideas genéricas nunca sometidas a examen crítico porque no son conectables a conocimientos particulares y concretos.
Es ser capaz de situar las informaciones y los saberes en el contexto que ilustra su sentido; es ser capaz de situarlos en la realidad global de la que forman parte, es ser capaz de ejercer un pensamiento que, como decía Pascal, alimenta los conocimientos de las partes con los conocimientos del
todo, y los conocimientos del todo con los conocimientos de las partes.
Es, por ello, ser capaz de anticipar, no de predecir, claro, sino de considerar las posibilidades, los riesgos y las oportunidades. La cultura es, en suma,
lo que ayuda al espíritu a contextualizar, globalizar y anticipar.
Intento ser culto, interesándome no sólo por los grandes escritos de la literatura, por los problemas clave que tratan las ciencias, sino también por los mil detalles que tejen la vida cotidiana. Intento ser culto sobre los cambios en el orden del conocimiento…. siempre vi y sigo viendo a gente de distintas competencias y opiniones opuestas, lo que me permite conocer y examinar continuamente la multiplicidad de los puntos de vista.
Sigo libando en mil flores de las que me nutro, intento reunir lo esparcido, sparsa colligo pero leo mucho menos, abandono vastos jirones de la
actualidad del saber, no puedo ya agitar mis pseudópodos en todas direcciones y, sin embargo, estoy siempre al límite de la dispersión.
Cultivarse es una aventura peligrosa.
La dispersión es la amenaza permanente que gravita sobre mi apertura y mi búsqueda. Todavía hoy intento, día tras día, aprehender el mundo en su
multiplicidad y su devenir. Quisiera detenerme, dejar de instruirme… Todo lo que leo dispersa mi reflexión y, al mismo tiempo, la estimula… Sin
embargo estoy desbordado; los textos, artículos, libros que debo leer se amontonan, se esparcen, me ahogan… Pese a mi conciencia cada vez más aguda de lo inacabado y lo inacabable, sigo lanzando mis redes para pescar el océano.
Nunca dejé de ser un caminante. Mi vida ha sido y sigue siendo una vida móvil, errante, en meandros, impulsada por mis aspiraciones múltiples y
antagónicas. He obedecido con continuidad a mis demonios, pero acontecimientos y azares han aportado discontinuidades, transportándome
adonde ignoraba que debía ir, pero donde encontraba de nuevo mis demonios.
He ido sin cesar de un medio a otro, he circulado por la sociedad, por las sociedades, me he negado a dejarme encerrar en la casta (intelectual, sobre
todo). He sido fiel a la «concepción sintética de la vida».
Creí que mis «travesías del desierto» se alternaban con oasis, de hecho, los oasis del alma y del corazón me acompañaban en las travesías del desierto. He sufrido la alternancia travesía del desierto/oasis como un destino impuesto desde el exterior por las condiciones históricas en las que me
he hallado. En cambio, de un modo muy interior, muy personal, he sido animado por los dos demonios contrarios de la dispersión y la reconcentración.
Varias veces me he dispersado hasta desparramarme, pero, en mis períodos de reconcentración, he podido reunir o utilizar los materiales adquiridos en la dispersión. Y estos ciclos de travesía del desierto/oasis, de dispersión/reconcentración, de recomienzo, han constituido mi propia andadura.
No es el camino que yo me tracé, sino el que trazó mi caminar: Caminante, no hay camino, se hace camino al andar.
A menudo he permanecido solo porque no pienso de acuerdo con las alternativas y las evidencias de la casta intelectual.
Y yo soy racional, pero no entre los racionalistas; místico, pero no entre los místicos; tengo fe, pero no entre los creyentes en religión.
El aumento de la comercialización y el aumento de la selección provocan, sin duda, una disminución de la bio-diversidad intelectual. Sin embargo el
sistema no puede prescindir de novedad, de originalidad, de invención, no puede evitar el riesgo cuando quiere beneficiarse de la suerte, y sigue
criando en sus cuadras a jóvenes autores.
Mi auto-ética depende, en cierto modo, de mi carácter, que es más bien bonachón. Sin haber intentado nunca adquirir poder, no he tenido que
entregarme a los manejos e intrigas de ambiciosos y asesinos. Naturalmente no pongo zancadillas ni doy golpes bajos. No respeto la ley del hampa. Me siento vegetariano en un mundo carnívoro. Soy ciertamente capaz de malos pensamientos, pero no duran demasiado y basta con muy poco para
apaciguarlos. El recuerdo de una fechoría cometida contra mí desaparece, en mí, al cabo de diez años, como si la prescripción se efectuara de un modo natural…
Odio, pues, el odio, desprecio el desprecio, rechazo lo que rechaza. Jamás realicé ese primer gesto de exclusión que es negar la mano a quien la
ofrece. Nunca he anatematizado, nunca he pedido la prohibición de una voz, de una idea, de una música.
Siempre he concedido, naturalmente, la primacía a la amistad sobre los intereses, las relaciones y la ideología.
La calidad de la persona me importa más que la calidad de sus ideas u opiniones. Como dice Lichtenberg, «regla de oro: no juzgar a los hombres
por sus opiniones, sino por lo que sus opiniones hacen de ellos». Mi principio es que la amistad atraviesa las diferencias y las oposiciones políticas.
Y porque creo en la amistad ésta es, para mí, trans-política, trans-clasista, trans-étnica y trans-racial.
Y he aquí, más fuertes que nunca, más complementarias que nunca en su antagonismo, mis cuatro polaridades: la duda, la fe, el misticismo, la
racionalidad. Éste es el nudo de «mi» complejidad, complejidad que me ha preocupado siempre, hasta la emergencia del pensamiento complejo.
El pensamiento complejo no termina con el asombro. Todo me asombra, siempre, cada vez más. Estar aquí, vivir, morir, ver las caras por la calle, mirar mi gata que me mira… Todo es increíble… Mi conciencia se asombra de que yo sea un ser físico, una máquina, un autómata, un poseso, y se asombra de ser consciente entre tanta inconsciencia.
Estoy rodeado de misterio. Tengo la sensación de caminar en las tinieblas rodeado por galaxias de luciérnagas que, al mismo tiempo, me ocultan y me revelan la oscuridad de la noche.
Fuente: CIVILIZAR: LA NUEVA CONCIENCIA PLANETARIA
AUTOBIBLIOGRAFÍA DE EDGAR MORIN
El material publicado por Civilizar, está editado de la obra de Edgar Morin
Mis demonios, © Editorial Kairós, Barcelona, 1995. © Traducción: Manuel
Serrat Crespo, 1995
Enviado por Luis Carchak
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