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Reseña del libro El Aroma del Tiempo

BYUNG-CHUL HAN. El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse, traducción de Paula Kuffer.
Herder, Barcelona, 2015. 168 p. ISBN 978-84-254-3392-4.
(Duft der Zeit. Ein philosophischer Essay zur Kunst des
Verwailens. Transcript Verlag, Biefeld, 2009.)
Que el tiempo se acelera con la modernidad, que los acontecimientos históricos se suceden a un ritmo mayor que en períodos precedentes, que a cada instante irrumpe en el presente lo nuevo, lo sorprendente, lo imprevisto, son pensamientos que resultan hoy moneda corriente. ByungChul Han, en su obra El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse, analiza esta sensación de existir a gran velocidad sirviéndose para ello de autores como Heidegger, Proust o Arendt, y señala que la aceleración en la modernidad no es más que un síntoma de
la “atomización del tiempo”: que el intervalo entre un instante y el siguiente sea prácticamente inexistente sólo demuestra que el tiempo carece de orientación, de sentido, de dirección. La modernidad, más que una aceleración, es una pérdida del elemento que cohesiona el tiempo, que lo unifica en una duración. El fin de la narración, de los metarrelatos, da lugar a una desintegración del mundo en la que todo objeto deviene efímero, incluso la propia identidad personal. Este proceso desintegrador es, para Han, el verdadero punto capital del estado actual, su núcleo duro, por lo que para entender la aceleración del tiempo moderno es necesario realizar un análisis de este proceso de disolución, quizá pudiendo así, también, establecer un medio de escape que permita a los hombres demorarse en el tiempo.
Se debe señalar, en primer lugar, que al comprender el tiempo como secuencia de instantes, tal y como sucede en el modelo newtoniano, ninguno de estos sucesos puede distinguirse cualitativamente del resto, por lo que gozan todos de una igual consideración valorativa. El presente deviene así paso de un instante de actualidad a otro, censurando radicalmente cualquier posibilidad de duración, cualquier modo de permanencia: el tiempo es una avalancha de instantes que no disponen de sostén alguno, de conducción. No obstante, como señala Han, al no contar con una dirección, con un sentido, el tiempo, propiamente, no puede transcurrir a una mayor velocidad, puesto que la aceleración requiere de una dirección hacia la cual aproximarse reduciendo el intervalo temporal
empleado en alcanzarla. De este modo, el principio moderno de vivir aceleradamente para disponer de un mayor número de experiencias no es más que una confusión entre la consumación y la abundancia, la narración y la enumeración: lo que es considerado velocidad, rapidez, no es más que confusión y desorientación. Esta inquietud, esta orfandad, como señala Han, tiene una de sus causas en la pérdida de los dioses, en el tiempo de miseria heideggeriano, pues estos actuaban como narradores Pablo B. Sánchez Gómez, reseña de Byung-Chul Han, El aroma del tiempo de la historia, le conferían un principio y un final, un sentido. El tiempo secularizado es una línea recta en el que el presente no es más que transición, punto de paso en un progreso continuo.
Pero, por ello mismo, el tiempo moderno no dura: el intervalo que existe entre suceso y suceso, el silencio que da ordenamiento a los acontecimientos, aburre, agota; es necesario acortar los interludios, acelerar históricamente la consecución de acontecimientos.
Contrariamente a las tesis de Baudrillard, Han considera que no es la  aceleración en sí misma la causa de la desorientación humana, sino que más bien es la pérdida previa de sentido quien produce y exige la
eliminación de los intervalos vacíos. Un instante en el que nada sucede es un tiempo muerto, insignificante: cada segundo debe orientarse, en la modernidad, hacia la obtención del ideal histórico, hacia la realización
continua del progreso. Como señala Han, la teleología garantiza cierta unidad de sentido en la temporalidad que permite a los hombres orientarse existencialmente: es con el inicio de la posmodernidad cuando
este horizonte que determina el caminar, que proporciona una dirección, se disuelve, y los hombres únicamente son capaces del vagabundear ajetreadamente y nervioso, del zapping. En el período posmoderno, por tanto, tan sólo existe lo presente y la nada: todo intermedio, toda posibilidad de ordenación, articulación y duración queda absolutamente erradicada. Así lo demuestra la propia producción tecnológica, en la que la obsolescencia es inmediata. La duración, el sentido, no pueden obtenerse, para Han, con una mera yuxtaposición cinematográfica de
instantáneas, sino que son la “cristalización” que muestra una trayectoria, como la magdalena proustiana: un aroma que requiere demora, que exige su tiempo, que no puede ser acelerada.
Ahora bien, el fin de la narratividad, que se materializa en la ingravidez temporal, no es una experiencia necesariamente negativa. Han señala a este respecto el proyecto de Lyotard de convertir la condición posmoderna en una “experiencia particular del Ser” en la que éste se muestre en su desnudez, descarnado, independiente del sentido y de la cosmovisión que le imponen una figura y una forma predeterminada; sólo en esta dimensión podrán suceder acontecimientos plenos, no constreñidos en una cadena narrativa. Lyotard propone, con ello, una experiencia del instante incapaz de ser tematizada, “animista” y sin sentido: es el puro “Da-” inconsciente, un alma sin espíritu. Como señala Han, en esta posición Lyotard se distancia profundamente de Heidegger, quien, pese a rebelarse contra la desintegración del tiempo en una mera sucesión de instantes (el “se” de Ser y tiempo), propone una resolución
hacia el sí mismo, una construcción narrativa a través del arrojo a la muerte propia. No obstante, señala Han que Heidegger, paulatinamente, toma distancia de sus primeras consideraciones y se encamina, tras la Kehre, hacia el estado de serenidad, opuesta a la heroicidad resuelta del Dasein; hacia una vida contemplativa no orientada a un destino concreto, sino capaz de la demora en lo que se entrega, en lo donado.
Ahora bien, para Han el estado contemplativo es irrealizable en una aceleración de los instantes. La tranquilidad, la pausa, es aquí comprendida como recuperación de la fuerza de trabajo, y no como una demora duradera. Este imperativo productivo, esta tecnificación del tiempo es, para Heidegger, la época del olvido del ser. Es por ello por lo
que Heidegger se halla a la búsqueda de una nueva temporalidad de la permanencia, de la perdurabilidad, de la renuncia: la contemplación no es una mera relajación pasiva y estática, sino que, como el dios aristotélico, es actividad que descansa en sí misma. El momento de la absolutización del tiempo de trabajo lo encuentra Han, siguiendo a Weber, en la ética protestante, fundamentalmente en el calvinismo, donde la actividad laboral aumenta la gloria de Dios y es indicio, en su éxito, de la futura salvación. La secularización de la sociedad no eliminó, sin
embargo, este espíritu, que devino así ideología fundamental del capitalismo: la vida activa, la existencia industrial, se opone radicalmente a la vida contemplativa. El trabajo, la producción, no es ya un medio a través del cual ganarse la vida, sino una verdadera medida del tiempo vital, un canon para la existencia. Incluso el tiempo libre, ahora dedicado al consumo, se orienta hacia la producción.
Han señala que la imposibilidad de la vida contemplativa se encuentra incluso en los pensadores críticos del capitalismo, como Marx, para quien el hombre es un animal laborans que halla su realización a través del trabajo. En la teoría marxista, el comunismo es aquella sociedad en la que tan sólo existe la clase obrera, donde todos los hombres son trabajadores y nada más que trabajadores, por lo que la vida contemplativa es irrealizable e inútil. Esta idealización de la vida activa se encuentra también en la obra de Arendt, para quien la demora no es más que una paralización nociva, dañina para la esencia del hombre. Tanto Marx como Arendt comparten, para Han, el ideal romántico de la producción de lo sorprendente, el heroicismo de un tiempo nuevo, del milagro. La agitación hiperactiva, la inquietud, la ciega vida activa imposibilitan la vida contemplativa que dicta un tiempo, que proporciona una duración. El pensamiento deviene así cálculo, linealidad, interés; pero el verdadero ejercicio del pensar se eleva por encima de estas dimensiones, se distancia de la lógica obsesiva del trabajo y se demora, se detiene y perdura. La contemplación es siempre una praxis, un dejar que las cosas acontezcan sin imponerles la forma y el ritmo del mundo productivo e industrial. Sólo retornando a esta vida se impondrá un ritmo
humano al mundo.
En conclusión, Han presenta en El aroma del tiempo un sugerente análisis del pensamiento moderno y contemporáneo en torno a las consecuencias de la aceleración del tiempo moderno, del estado de agitación y fugacidad propio del presente. A través de este estudio Han señala la causa profunda de este ritmo frenético e histérico: la pérdida de sentido, de unidad, provocada por la primacía de una actividad ciega desvinculada de la reflexión y de la contemplación teórica. De este modo, hasta que no se produzca el acercamiento entre la vida contemplativa y la vida activa los hombres continuarán desorientados, dando tumbos en un mundo que les adelanta, en una realidad cada vez más incomprensible e inalcanzable. No se reclama con ello una distancia con respecto al mundo, un aislamiento intelectual al margen de la realidad contemporánea, sino un detenerse, un ordenar los acontecimientos, un dar duración a los sucesos. Hasta ese momento, el hombre será incapaz de demorarse en los
aromas propios de la vida.
Pablo B. Sánchez Gómez

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