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Redes sociales alteradas

14021595_1083291315096275_7325768299057484899_nLejos del paradigma original de Internet como multiplicador de voces, las redes sociales tienden a polarizar la discusión, reforzar un único color dentro del grupo de pertenencia, y alentar a la destrucción de quien ocupa la vereda de enfrente, aunque no sea el enemigo
Las redes sociales vienen configurándose, en el siglo XXI, como una caja de resonancia aparentemente empecinada en recrear las condiciones de la realidad, una réplica pretendidamente especular en la que, no sin poder evitar algunas distorsiones, “se cosechan amigos…” casi con más facilidad que en la vida real y se exhibe en vidriera su entramado cotidiano con una transparencia bastante infrecuente. Pero a poco que se analice el fenómeno, podrá advertirse también que las propias redes sociales virtuales son, a su vez, generadoras de nuevas realidades vinculares que, luego de haber introyectado y metabolizado hábitos y comportamientos de la vida real, acaban por ser devueltas o reincorporadas a la sociedad de carne y hueso, corregidas o alteradas para resignificar o reconvertir, a veces de una manera dramática, pautas de conducta, valores o estilos de relación.
Sin embargo, pareciera que no necesariamente estamos asistiendo a una “infracción” que invalide la teoría del eterno retorno, con la que Nietzsche aludía a la circularidad con la que veía repetirse al infinito la historia de los seres humanos, de sus ideas y conductas. Si él hoy estuviera entre nosotros, probablemente se referiría a este proceso como si se tratara de una película en la que, sin traicionar la esencia de su razón de ser, se vería a los individuos repitiendo escenas reconocibles, pero a una velocidad infinitamente mayor que la de su tiempo.
Como si la revolución de Internet hubiera multiplicado tan exponencialmente la rapidez con la que pasan frente a nosotros las secuencias de las interacciones de las personas que, excepto por ese ritmo desenfrenado, no se podría llegar a diferenciarlas, en lo esencial, del núcleo del espíritu y el modo de relación con los que, básicamente, se vincularon históricamente los seres humanos.
Paradigma. Haber mutado desde el envío de un correo al que, a mediados del siglo XX, le llevaba semanas cruzar, por ejemplo, la distancia entre Sudamérica y Europa, hasta su recepción casi instantánea en nuestros días, impuso una espectacular aceleración no sólo del ritmo de las comunicaciones y de la simultaneidad informativa global, sino también y muy especialmente, del procesamiento de las emociones, de la toma de decisiones y de la creciente exposición de las tramas vinculares de todo tipo.
Si el eminente sociólogo polaco Zygmunt Bauman se sentara hoy a tomar un café con Nietzsche, es muy probable que su visión de la modernidad líquida terminara colándose en la conversación, como para explicar que la mayor fragilidad o fugacidad de los vínculos entre humanos no desnaturaliza la teoría del eterno retorno, sino que, en todo caso, apresura el reconocimiento de sus evidencias, a partir de la apabullante velocidad con la que la vida social resulta intervenida en estos tiempos y del alcance con el que consigue propagar sus contenidos entre las personas y asociaciones que la protagonizan.
En este sentido, las restricciones para que un grupo de individuos pueda desarrollarse en armonía y plenitud parecieran estar básicamente determinadas, según el antropólogo Robin Dunbar, por el tamaño de la neocorteza cerebral y su capacidad de procesamiento.
Correlacionando el comportamiento de los primates con humanos, fue arribando a la conclusión de que la magnitud de tales grupos de afinidad no debería exceder –como para no dejar de ser operativo o moderadamente eficiente- de, aproximadamente, 150 miembros. No obstante, el éxito de las redes sociales parecería estar desafiando a esta tesis, desde el incontenible desplazamiento de estas fronteras, generado por la fantástica revolución con la que la tecnología informática habilita, de un modo exponencial, al frecuente y desmesurado crecimiento de colectivos que, según la teoría de los seis grados, permitiría que cualquier persona de este planeta pueda entrar en contacto con otra, con sólo conectar hasta un máximo de seis eslabones de su cadena de conocidos.
Fue en la Universidad de Columbia donde, precisamente, se llevó a cabo un experimento que permitió probar, a partir del envío de correos electrónicos a escala mundial, que dos coterráneos lograban entrar en contacto en no más de cinco endosos sucesivos.
Evangelizador. De todos modos, a pesar de estas revelaciones y de la ventaja con la que el lenguaje verbal contribuyó a socializar a los individuos de un grupo (disminuyendo así la necesidad de comunicarse sólo a partir de intercambios físicos o puramente gestuales) y a permitir llevar la expansión del formato reducido del primer encuentro mínimo hasta llegar a 150 -el número de Dunbar-, no parecería sensato dar por seguro que la inteligencia artificial haya superado ya ciertas fronteras biológicas y sociales, como para creer que estén dadas las condiciones para la globalización inteligente de consentimientos automáticos entre grandes grupos humanos.
Especialmente si se tiene en cuenta, además, la generosa diversidad de hábitos y comportamientos que, hoy más que nunca, se hacen evidentes al caracterizar y confrontar la abultada variedad de culturas que coexisten sobre la tierra, presumiendo o pretendiendo –cada una de ellas- ser parte de una supuesta “aldea global”, con preocupaciones o intereses relativamente compartidos. Es que la simplificación de la comunicación entre pares también ha servido, obviamente, para estimular, por ejemplo y entre tantos otros modelos asociativos, acuerdos o agrupamientos, bajo el formato de una suerte de endogamia identitaria que, desde consignas deliberadamente orientadas a cobijar o a dar forma a algún tipo de propuesta social, profesional, cultural o ideológica, suelen aglutinar a un primer anillo de voluntades que, comenzando con la decisión de no admitir -en su círculo de pertenencia- a participantes que no comulguen estrictamente con su ideario, terminan creciendo como movimiento o corriente de pensamiento pero, con frecuencia, desperdiciando la oportunidad de poder enriquecerse, incorporando el debate inteligente y maduro con quienes, atraídos por objetivos o metas comunes o similares, se permiten disentir en algunos aspectos o pensarlos desde perspectivas alternativas.
Se dedican, en cambio, a dogmatizar a sus miembros, a esterilizar cualquier capacidad de duda y a abducirlos en pos de la porfiada defensa de sus intereses apelando, precisamente, a la velocidad de propagación, aglutinamiento y poder de ataque que ofrecen las redes sociales. Es aquí donde puede advertirse que no por expandir los anillos de conexión planetaria vía Internet, pueden asegurarse consensos globales más civilizados.
Peor aun: es también a partir de la tentación de las redes sociales invitando a la réplica inmediata o anónima (como pasa con los trolls, personajes dedicados a provocar molestias o enfrentamientos online para denostar a otros o alterar el eje de una discusión), que esta multiplicación de tormentosas confrontaciones y agresiones descalificadoras entre quienes piensan diferente –tal como puede verse en distintas redes sociales o entre los comentarios referidos a alguna noticia o a algún artículo-, terminan, ya sin respeto por el otro y casi al borde de un ataque de nervios, reformulando configuraciones de conducta entre individuos vivos -no ya virtuales- que apelan, sin embargo, al arsenal virtual, para saldar sus diferencias mediante tácticas agresivas, como si descubrieran en ese espacio las condiciones más típicas y propicias de un ring de box o de un campo de batalla, aunque contando con la apreciable garantía de que las heridas infringidas, al menos en principio y en tanto todo quede circunscripto al canal de comunicación respectivo, no habrán de manchar con sangre real a ninguno de los contrincantes o adversarios.
Casi como si parte de la vida, para muchos individuos, entrara de pronto en ebullición y, no sin cierta propensión a confundirse con algunos de los rasgos que identifican a la adicción bulinfomaníaca (demandando presencia actualizada y permanente en todos los medios, redes y aplicaciones, sin cabal conciencia de la imposibilidad de acaparar, consumir y procesar siempre todo lo que se publica), comenzara a transcurrir en el limbo de una suerte de “incubadora de comportamientos” y desplazando de la agenda, en idéntica proporción, las riquezas del tiempo históricamente compartido con el conjunto de relaciones que familia y amigos vienen destinando –en vivo y en directo- a la construcción de universos de afecto, contención, crecimiento, intercambio, educación, disfrute y realización personal.
Extorsivo. Ya cuando se estrenó en 2014 la película francesa dirigida por Kim Chapiron “La crème de la crème” (“La crema y nata”, en la versión española), podía verse una escena claramente representativa de, al menos, uno de los aspectos que caracterizan a esta suerte de reconversión de los códigos vinculares con los que, especialmente los jóvenes de la era digital, vienen manejando sus relaciones y también, como en este caso, sus diferencias.
En un dormitorio de una importante escuela de negocios, irrumpía un profesional treintañero para sorprender a un compañero de andanzas non sanctas (proxenetismo “académico” encubierto) que descansaba sólo en su cama y que lo había irritado profundamente cuando se atrevió a anunciarle que estaba planeando postear en Facebook un dato confidencial que encerraba el riesgo grave e inminente de complicarlos severamente en la continuidad de su pertenencia a la importante escuela a la que venían concurriendo.
El “socio” invasor abrió la puerta y prácticamente le “arrojó” encima a una amiga común (también parte del equipo clandestino), en bombacha y corpiño, mientras él les tomaba varias fotos –obviamente, en situación provocadamente comprometida- y se despedía con una advertencia terminante o, más precisamente, con una amenaza que sonó concreta, fatal, inapelable: “… Si publicás algo de lo nuestro en Facebook, mañana vas a ver estas fotos tuyas en Twitter”. Más claro, imposible.
Aquí las redes sociales eran ya expuestas luciendo prácticamente como armas casi letales, vengativas, capaces de servir como eficaz e implacable instrumento para producir castigos al adversario, apelando (a diferencia de la privacidad en la que se resolvían los enfrentamientos virtuales del juego de la “batalla naval”, desde la ingenuidad de una avería o de un hundimiento del barco ajeno) al escarnio público, a la ofensa o, más peligrosamente aun -en términos de consecuencias potenciales y tal como ocurre en el ejemplo de la escena de la película recién citada-, a la denuncia de un hecho –falso o verdadero- o de sus autores o de sus responsables.
Como una manera bastante atractiva y reveladora de explorar algunos antecedentes significativos que sirvan para explicar parte –al menos- de la fanática avidez y devoción de estos tiempos por involucrarse en espacios de relación –redes, aplicaciones, etc.- casi reales o simulados o en juegos interactivos de ficción, vale la pena desandar el calendario, como mínimo, hasta 13 años atrás. Fue en 2003 cuando Linden Lab había creado “Second Life” (Segunda Vida), un juego o programa diseñado por Philip Rosedale y definido como un “metaverso”, término que nacía de la contracción de “meta universo” y que se utilizaba en la novela “Snow Crash”, publicada en 1992 por Neal Stephenson , para describir visiones de trabajo en espacios 3D y, más específicamente, para concebir y denotar un mundo virtual ficticio o un espacio virtual colectivo que se comparte con cierta frecuencia y que ha sido creado a partir de determinadas convergencias conceptuales que se compatibilizan con algunos aspectos de la realidad externa.
Estos metaversos se constituyen como entornos en los que los humanos se disponen a interactuar como íconos, tanto social como económicamente, a través de un cierto soporte lógico en una suerte de ciberespacio que se comporta como una metáfora del mundo real, pero sin que necesariamente se vea afectado por las restricciones de orden físico o económico que allí operan.
Doble vida. A “Second Life” puede accederse desde Internet, en principio, gratuitamente, excepto que se desee “ser dueño” de alguna tierra para construir sobre ella. Sus usuarios, conocidos como «residentes», pueden ingresar mediante el uso de uno de los múltiples programas de interfaz llamados viewers (visores), que les permiten interactuar entre ellos mediante un avatar o figura virtual tridimensional. []Los residentes pueden así explorar el mundo virtual, interactuar con sus pares, establecer relaciones sociales, participar en diversas actividades -tanto individuales como en grupo- y crear y comerciar propiedad virtual, ofreciéndose servicios entre ellos. El programa recibe a sus jugadores (al comienzo sólo estaba reservado para mayores de 18 años y desde 2005 apareció una versión Teen para jóvenes de entre 13 y 17 años), ofreciéndoles “herramientas para modificar el mundo, participando de su economía virtual, que funciona como un mercado real y la oportunidad de reinventarse a uno mismo”. Con estas promesas y la respuesta de inscripciones obtenida por Second Life y algunos otros juegos similares que le siguieron, no sería absurdo pensar que la propuesta responde, muy probablemente, a satisfacer ciertas necesidades subyacentes de individuos que, claramente, pareciera que integran un nicho interesado en manifestarse o “probar suerte” de un modo más confortable y protegido –como sería el mundo virtual- para cobrarse facturas pendientes del mundo real o, equiparando su participación a la experiencia como espectador de cine o teatro, para “ensayar vida soñada” sin riesgos, siendo parte de un universo ilusorio, como el del personaje que le tocaba encarnar a Mia Farrow en “La rosa púrpura del Cairo”, la maravillosa película que Woody Allen estrenara en 1985.
Con estos antecedentes, no debería extrañar, entonces, que este tipo de laboratorios de ensayos, experimentación, revalorización y diseño de nuevas modalidades de conexión interpersonal que configuran las redes sociales, termine contribuyendo a descubrir –particularmente, cuando los protagonistas logran ampararse, además, en algún nivel de anonimato protector- determinados grados de invulnerabilidad relativa de cierto tipo de conductas e intercambios que los conducen, cada vez más velozmente, a la definición de matrices de comportamiento generalmente identificables por ciertos valores novedosos de impunidad que, no siempre habiendo superado controles de calidad razonablemente rigurosos, terminan “exportándose” al mundo tangible de los humanos, alterando reglas de juego y sorprendiendo a más de un desprevenido.
Si se observa el contenido de algunos episodios novedosos de la vida cotidiana, un análisis más profundo podría terminar explicándolos o conectándolos con potenciales casos de transferencias desde las redes virtuales actuando como incubadoras de comportamientos, primero importados como materia prima desde la realidad y luego de procesados y reformulados, exportados al espacio real desde esas usinas de conductas sociales alteradas. Es lo que puede observarse en la resolución de accidentes callejeros o en algún debate televisivo, cuando se provocan deliberadamente estados de ánimo tensos y alterados, apelando a la exasperación de antagonismos –en la mayoría de los casos tan insalubre como improductiva (excepto por lo que el incremento del rating le añade a la facturación de publicidad del canal respectivo)- y a menudo sin otro soporte o fundamento u objetivo que no sea la mera pertenencia a un grupo endogámico identitario necesitado, con impostergable frecuencia, de afirmarse en la propagación y en la defensa a ultranza de sus convicciones o postulados, provocando, agrediendo, descalificando u ofendiendo a quienes piensen de un modo diferente, sin conceder espacios para escucharse en paz y disentir respetuosamente y en tanto continúen convencidos, como suele ocurrir, de que la construcción de un enemigo (más allá de cualquier proceso dialéctico que hasta pudiera, incluso, terminar revelándoles eventuales bienvenidas coincidencias para el logro de objetivos finales compartidos) se convierte en la mejor estrategia para alentar la autoestima endogámica y configurar el escenario más favorable para desalentar cualquier duda crítica entre sus propios miembros, cualquiera sea el tamaño de las evidencias que puedan llegar a amenazar la sustentabilidad y prevalencia de sus rasgos identitarios de origen.
Son éstas sólo algunas de las manifestaciones de ciertos subproductos de las redes sociales impulsando –como fundamento de esta hipótesis del “regreso alterado a la realidad física”- “la devolución” de hábitos y comportamientos modificados (o exacerbados) del mundo virtual, a la vida real, para hacerla, a veces y paradójicamente, más primitiva o más irracional o más violenta, en la discusión y negociación de sus desacuerdos, que antes de que se conquistaran los indiscutibles avances de la revolución tecnológica informática.
Democracia. Pero recuperar la posibilidad de convivir civilizadamente con la resolución de los disensos que supone la vida en democracia, implica reaprender la virtud de escuchar y entender al otro, acompasadamente y desde la empatía que implica aceptarlo íntegramente, como un respetable y fraternal compañero del mismo equipo, que navega en el mismo barco, capaz de equivocarse como yo, pero también deseando –como yo- el mejor resultado final y haciendo lo imposible para conciliar intereses desde un equilibrio y un desapego tal, que contribuyan a que nos ayudemos con respuestas inteligentes y consensuadas con madurez estratégica, para que –más allá de los juegos perversos y autodestructivos del poder- todos nos tengamos en cuenta en un futuro que no tiene por qué dejar a nadie afuera. A nadie. “Las relaciones humanas se ordenan desde la emoción y no desde la razón, aunque la razón dé forma al hacer (o al decir) que el emocionar decide”. Palabras del pensador y biólogo social chileno Humberto Maturana, para explicar, desde allí, por qué descubrió que el amor es el dominio de las acciones que constituyen al otro como un legítimo otro en la convivencia con uno.
Claros motivos –los de estas reflexiones de Maturana- como para imaginar, por un lado, que las redes sociales, en tanto continúen afirmándose en el afianzamiento de aquel costado de su perfil que se entretiene en enfatizar o estimular sin control el ring de box o el campo de batalla exportador de conductas alteradas, estarán conspirando –qué duda cabe- contra la posibilidad de recuperar la convivencia armónica de sus protagonistas y contribuir a hacer de los paseos virtuales experiencias inequívocamente disfrutables. Y por el otro, que, en tanto cualquier sociedad continúe atravesada por contaminaciones tan críticas, tan estresantes o tan emocionalmente perturbadoras como las descriptas o –mucho peor aun- sea víctima de la fatal coexistencia de ellas con enconos endémicos encarnados en pertinaces pulseadas sectoriales ciegas, sordas y tan absurdas como poco equitativas o solidarias, el desafío histórico invitará, ineludiblemente, a una reformulación rigurosa de estrategias para quienes resulten elegidos –cada vez y en cada espacio geográfico y político- con el objeto de representar genuinamente, con seriedad, honestidad y responsabilidad, los derechos y aspiraciones de la población a las que, les toque rendir cuentas. Y en este sentido y frente a esta categoría de escenarios reales y virtuales en pugna que, claramente y tal como lo exhibe la experiencia internacional contemporánea desde la galopante expansión y diversificación de la tecnología informática, vienen ganando protagonismo y trascendiendo rápidamente la vivencia doméstica hasta inundar territorios de gobernabilidad y gestión, uno de los caminos estratégicos más confiables para liderar procesos de cambio virtuosos y para desanudar conflictos en tiempos de incertidumbre e innovación transformadora, pasará, seguramente, por desactivar y disolver gradualmente el sentido de las tensiones destructivas desde la reconstrucción del respeto por el otro, por la recuperación de la ética, de la conciencia cívica, de la justicia independiente, de la protección de la salud y del desarrollo a pleno del potencial de la educación de absolutamente todos los ciudadanos que compartan un territorio, por la ejemplaridad insoslayable de los líderes y equipos de conducción gubernamentales, por la profesionalización de la gestión, poniéndose literalmente en el lugar del otro, acompasando sus penas y dolores, entendiendo sus problemas e inquietudes, acordando respuestas inteligentes y equitativas para resolverlos y haciendo docencia, clara, simple, precisa y oportuna, desde los balcones de cualquier poder que aspire a un liderazgo auténtico, confiable y movilizador, pero siempre apoyado, muy especialmente, en una eficaz y talentosa gestión de las emociones. Las propias y fundamentalmente, por supuesto, las de los demás. l
Por Pablo Waisberg, Consultor de Dirección, Formación y Planeamiento Estratégico

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