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El estrés, el hastío, la falta de ideales, la depresión

images (5)Chateaubriand acuñó la expresión “mal del siglo” en el siglo XIX para referirse a una crisis de creencias y valores que impregnaba a la sociedad occidental. El siglo XX tuvo la propia: era de la “ansiedad”. El XXI va teniendo la suya: “la sociedad depresiva”. ¿Causas? El estrés, el hastío, la falta de ideales. De allí los colapsos narcisistas y las angustias desbordantes. La ilusión parece doblegarse. La búsqueda de nuevos proyectos, sobre las cenizas de los anteriores, es lo que diferencia a una persona que se siente apta para el futuro de la persona lastrada por la nostalgia.
Reconocer la diferencia entre realidad y fantasía suele implicar sufrimiento. Y mejor que no lo borremos. A menos que sea abrumador.
Todo cambia. La moral y la felicidad, que eran aceite y vinagre, hoy son cómplices. Hemos pasado de valorar el deber a valorar los placeres. En vez de abnegación, escapismo; en vez de privacidad, violencia mediática y frivolidad. La dictadura de la euforia avergüenza a los que sufren.
Si bien la clínica nos confronta con sufrimientos diversos: oscilaciones de la autoestima, identidades borrosas, hipocondría, trastornos del sueño y del apetito, ausencia de proyectos, crisis de ideales y valores, ataques de pánico, adicciones y trastornos somáticos diversos, en este artículo privilegiaré el flagelo de la depresión. Las depresiones son la cara oscura de la intimidad contemporánea. Dice la Organización Mundial de la Salud: “Se espera que los trastornos depresivos, en la actualidad responsables de la cuarta causa de muerte y discapacidad a escala mundial, ocupen el segundo lugar, después de las cardiopatías, en 2020”. Las depresiones se ubicarán, como causa de discapacidad, por delante de los accidentes de tránsito, las enfermedades vasculares cerebrales, la enfermedad pulmonar obstructiva crónica, las infecciones de las vías respiratorias, la tuberculosis y el HIV.
La depresión es más que algo químico. Tiene múltiples causas Hay, sí, un desequilibrio neuroquímico. Pero también deben considerarse la herencia, la situación personal, la historia, los conflictos, la enfermedad corporal y las condiciones histórico-sociales. Una frustración puede precipitar una depresión al producir un colapso de la autoestima si la persona se siente incapaz de vivir acorde con sus aspiraciones.
La degradación de los valores colectivos repercute sobre los valores personales. El vale todo ético no puede sino hacer tambalear la autoestima, la identidad y los estados de ánimo. En este escenario, los laboratorios ofrecen al sufriente soluciones mágicas. Los psicofármacos -imprescindibles en determinados casos- se convierten así, lucro mediante, en artificiales píldoras de la felicidad.
Los deprimidos tienen una visión pesimista de sí mismos y del mundo, un sentimiento de impotencia y de fracaso. Sus días son una cansada sucesión de rutinas y pesares, sin los pequeños estallidos de alegría de la persona común y casi sin motivos de deleite. Pero no todos los deprimidos son “mortecinos”. Algunos -sobre todo los varones- ocultan el vacío interior con el ruido de la violencia, el consumo de drogas o la adicción al trabajo.
Disminución de energía e interés. Sentimientos de culpa. Dificultades de concentración. Pérdida de apetito. Pensamientos de suicidio. El paciente contemporáneo deambula de consultorio en consultorio. Homeopatía, acupuntura, hipnosis y alopatía. Está informado, es crítico pero también un escéptico que no cree en ningún tratamiento. Duda que solo se apacigua cuando se siente escuchado. Hay psicólogos, médicos y psiquiatras que dialogan, que se bajan del pedestal. Ese diálogo es la oportunidad de hablar de su sufrimiento, de integrar sus síntomas y dolencias en una historia personal. Dos personas, conscientes de sus límites y en un contexto de respeto mutuo, intentan encontrar juntas la mejor cura posible.
Escrito por Luis Hornstein, psicoanalista. Presidente de la Fundación de Estudios en Psicoanálisis (FUNDEP)
C l a r i n domingo 17/01/2016

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