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La soledad no es sinónimo de dolor

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Mucho se habla, se piensa y se siente respecto de la soledad.
A veces se la ve como una condición inexorable («siempre estamos solos»), otras como lo peor que le puede pasar a uno, y hasta hay ocasiones en las que se la percibe como el colmo de la maravilla ya que durante esa instancia nadie interrumpe, nadie llama, nadie reclama, etcétera.
El de la soledad es un terreno muy grande, paradójico y engañoso, del que hablaremos de manera parcial, dado que es imposible abarcarlo en toda su dimensión.
Lo cierto es que se la toma muchas veces como algo malo en sí mismo cuando, en realidad, lo que duele no es la soledad, sino lo que uno hace con la compañía.
En realidad, podríamos decir que se trata de una condición disfrutable (o no) si entendemos que su existencia no implica necesariamente que no haya otros cerca, sino que refiere a un estar acompañado por uno mismo y el propio mundo interior. Claro que al decir «uno mismo» siempre hablamos de una compleja amalgama de afectos, memorias y misterios que nos constituyen. Es decir; siempre estamos habitados, siempre hay «otros» en nuestro mundo interno, sólo que, a veces, no nos damos cuenta, y por ese profundo miedo a la «nada», se rechaza a la soledad.
En este sentido digamos que la «nada», en términos psíquicos, no existe. Ocurre que en la mente de quien se lleva mal con la soledad no hay silencio, sino una especie de reunión de consorcio, en la que hay múltiples voces diversas que, en todo caso, habrá que saber ordenar. Éstas, cuando las cosas vienen mal, se ponen bravas y nos dicen frases del estilo: «Te vas a quedar a vestir santos» o «No es bueno que el hombre esté solo», por utilizar dos refranes antiguos que, aún hoy, incluso dichos de otra manera, tienen completa vigencia. Esas voces son las que generan ansiedad y miedo, emociones que influyen mucho en las dificultades para el contacto con otros y, sobre todo, con el propio y sabio silencio.Lo importante es entender que soledad no es sinónimo de dolor. Es el desamor lo que duele, la mezquindad emocional, o el amor que no encuentra destino por distintas causas, como, por ejemplo, la pérdida de un ser querido al que se extraña mucho.
El que le teme a la soledad y no se amiga con ella tendrá más posibilidades de ponerse ansioso y, por eso, justamente, sufrir. Es que, en soledad, aprendemos de lo que somos, nos escuchamos, nos centramos encontrando puntos de referencia…
Cuando estamos en paz con ella es mucho más fácil potenciar el encuentro con los otros, dado que los afectos se entrelazan no por lo que falta, sino por lo que abunda. Es muy distinto decirle a alguien «te necesito» (que remite a que a uno le falta algo que el otro completará) que decirle «te quiero» (que suena más a un ofrecer generoso).
Muchos «solos y solas» se empantanan afectivamente porque luchan contra la soledad en vez de promover, de verdad, el acompañamiento. Ellos están mucho más ocupados en salir de la condición de «solos» que en estar genuinamente acompañados. Pero no conviene estar con otros para escapar o refugiarse de uno mismo, aunque a veces esos otros, sobre todo si nos quieren y son buena gente, nos puedan ayudar, a través de su palabra o gesto, a amigarnos con lo que realmente somos.
Como decía la canción, «el silencio tiene sonidos». Y en el silencio de la soledad es donde se los puede escuchar, se los puede purificar, y encontrar, así, la propia nota. Eso sí: despojándola de todos los ruidos negativos que generen temor, angustia o ansiedad.
Por eso, un poco de paz no viene mal, sea solo o estando con otros.
A la soledad no vale la vena pelearla, porque, sabiendo aprender de ella, el contacto entrañable con los otros será más rico, fecundo y, sobre todo, inexorable.
Escrito por Miguel Espeche. Publicado en L A N A C I O N – 09/03/2013

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