Dialogando con el Lic. Vilaseca acerca de "Los varones ante la paternidad"
El Viernes 11 de mayo a las 12.30 hs en el espacio ReciclARTE (Julián Alvarez y Juncal), se realizará un encuentro informativo con inscripción previa para todos aquellos varones que deseen intercambiar y compartir junto a otros, inquietudes, expectativas, sus crisis y reflexiones de la vida cotidiana acerca de «Los varones ante la paternidad».
El Lic. Guillermo Vilaseca, coordinador de los grupos, propone un espacio descontracturado ideado especialmente para la interacción de hasta 12 participantes que aspiren a mejorar su calidad de vida. Para informes e inscripción comunicarse a +54 11 4804 5811 ó por mail a vilaseca@retina.ar.
El desafío de ser Padre
Revista Viva, Domingo 11 de junio de 2000, nos brinda una mirada respecto del rol paterno a lo largo de la historia que subraya como el ser papá es una construcción que ha cobrado diversos perfiles a través de las épocas.
Hay una hora del día en que a Miguel D’Amato (42) la paternidad se le vuelve una condición sonora. Exactamente a las siete de la tarde, cuando gira la llave en la cerradura, al volver del trabajo, y escucha los primeros gritos del otro lado: «¡¡¡Es papaaaaaaaaaa!» Entonces, mientras Martina y Bruno, de 4 y 2 años, lo escalan como al Everest y le plantan besos propietarios por toda la cara, él se acuerda de su viejo. Ahí mismo, anclado entre dos abrazos, le vuelven de golpe a la memoria las luces del día que se apagan, los olores en la cocina que se encienden y su figura, de niño, contando con los dedos los segundos hasta escuchar esa otra llave, la que le devolverá a su padre.
Esa es la paternidad que no cambia, que es como es desde el principio de los tiempos y lo seguirá siendo cuando ya no queden indicios reconocibles del presente. Pero si el amor y la continuidad son la marca de fuego que definen todavía a esta relación única, todos los demás signos que hasta hace un tiempo distinguían a esta función han cambiado de cara, nombre y dirección. Ser padre ya no equivale más a: ser el principal proveedor económico de la familia, ser el jefe del hogar, ser el responsable de la educación moral y espiritual de los hijos, ser el encargado de ejercer la autoridad (en el sentido de «vas a ver cuando venga papá…»), ni mucho menos el que llama pronto a la mamá cuando los hijos se ensucian, se enferman, se entristecen o se comportan de alguna u otra forma indescifrable.
Lo problemático es que, si es cierto que el viejo guión ha caído casi por completo en desuso, el nuevo está en vertiginosa evolución. Tanto es así que muchos suponen que tal guión no existe y lo único válido hoy por hoy es la improvisación.
Hay quienes miran este fenómeno con ojos de alarma. En su libro El buen hombre de familia: la paternidad y la búsqueda de la felicidad en Estados Unidos, el sociólogo David Blankenhom dice: «La paternidad como rol social se ha reducido en dos sentidos. Por un lado, se ha achicado: hay simplemente menos cosas que siguen siendo socialmente definidas como obligaciones del padre. ( … ) Y segundo, se ha convertido en menos importante, menos socialmente valorado. Mucha gente muy influyente hoy argumenta que los padres no son finalmente tan importantes».
Sin embargo, las conclusiones de la mayoría de los estudios realizados en los últimos diez años acerca del rol del padre en la familia apuntan en sentido contrario: todo indica que la función patera tiene una influencia profunda en el desarrollo social, emocional e intelectual de sus hijos. Un área en la que cada vez se confirma más esta realidad es en el desempeño escolar. Un estudio realizado por el Centro de Educación Nacional de Estados Unidos, en el que se entrevistó a casi 17.000 padres de chicos de 3 a 17 años en todo el país, determinó que las familias en las que el padre -y no sólo la madre- tomaba un interés directo en la educación de sus hijos, el resultado se veía no sólo en notas más altas, sino en casi la mitad de posibilidades de sufrir sanciones disciplinarias (suspensiones o expulsión) o repetir un grado. Además, el interés paterno fomentaba también una mayor satisfacción de los chicos con la experiencia escolar.
El estudio también reveló que, aunque los padres separados que no tienen la tenencia son menos proclives a participar en actividades escolares, cuando lo hacen producen los mismos resultados positivos. Esta es una de las primeras investigaciones que individualizan la contribución de padre y madre en la educación de sus hijos y fue encargada especialmente por el gobierno de Bill Clinton, como parte de un esfuerzo general por revalorizar la figura del padre.
La misma convicción ya se volcó a las empresas. Muchas compañías de vanguardia incorporaron una serie de políticas catalogadas como «Family friendly» (favorables a la familia), que extienden a los padres beneficios como horarios flexibles, licencias en caso de enfermedades de los hijos y semana laboral comprimida.
Un sondeo de la investigadora Maureen Black, de la Universidad de Maryland, mostró que aun en el caso de padres que no viven con sus chicos, su participación activa en la crianza les depara a los niños un mejor desarrollo verbal y cognitivo. La mayoría de las investigaciones destinadas a precisar el exacto grado de influencia del padre se han realizado por la vía negativa: estudiando a familias que no gozaron de su presencia. Un estudio se concentró en la situación de las hijas, que, según destacan varios especialistas, padecerían dificultades en la consolidación de su imagen femenina a carecer de un sólido referente masculino. En este estudio, citado por el Clinical Social Work Journal de EE.UU, las niñas y jóvenes cuyos padres desempeñaban el rol de un visitante ocasional en sus vidas sufrieron: 1. ansiedad de separación intensificada, 2. negación de los sentimientos vinculados a la pérdida del padre, 3. identificación con el objeto perdido, 4. apetito voraz por los hombres.
En una investigación del Hospital Psiquiátrico Infantil de la Universidad de Michigan, EE.UU., las niñas sometidas a la misma situación presentaron otra clase de síntomas. Un 63 por ciento evidenció fobias, depresiones y cambios bruscos de ánimo, el 56 por ciento un deterioro en su desempeño escolar y un 43 por ciento mostró agresión hacía sus padres.
En cambio, en casos de padres separados en los que el padre mantenía una presencia importante en la vida de los hijos, estos efectos se veían muy atenuados. Otro estudio citado por el Departamento de Salud de EE.UU. relata que los chicos que viven con una mamá divorciada y ningún contacto con el padre son el grupo más propenso a la hiperactividad, baja autoestima y trastornos de conducta.
Pero el fenómeno de padres ausentes no es sólo cuestión de estadísticas extranjeras. El padre Luis Farinello tiene las propias, y le aprietan el alma. «De los 3.800 pibes que bauticé el año pasado, el 81 por ciento eran hijos de mamás solteras o separadas. El otro día en la misa pregunté: ¿Alguien quiere pedirle algo a Dios? Un chiquito levantó la mano y cuando le pregunté: ‘¿Qué querés pedirle?’, me contestó: ‘Que papito vuelva a casa’. Ante tanta carencia, el padre Luis confiesa que hoy se siente más padre que nunca. «Los pibes necesitan las pequeñas cosas, que alguien los acompañe al partido, a ver a su equipo, esas cosas. Eso es lo que intento darles».
Pero así como la actual incertidumbre de roles asusta a tantos, es claro que para otros fue terreno fértil para descubrir una vocación. Miguel D’Amato seguramente se contaría entre estos últimos. Miguel es dueño de una librería universitaria en el barrio de Caballito. Su rutina diaria le deja unas tres horas para compartir con sus hijos y son las tres horas que mejor aprovecha en el día.
A las siete de la mañana se despierta y levanta a Martina. La viste, desayuna con ella y la lleva al jardín. «Cuando está con mucha chinche, el ritual es hacerle rápido un cubanito con dulce de leche. Y antes de salir siempre elegimos un libro y un compact para poner en su mochila para que lea y escuche con sus compañeros», cuenta Miguel. Durante el viaje en auto juegan a adivinar los nombres de los árboles, y en la puerta del jardín es chau hasta las siete de la tarde cuando, llave de por medio, se volverán a encontrar. Para estar accesible a sus hijos durante el día, Miguel programó el número de la librería en el teléfono de su casa para que puedan llamarlo con sólo apretar un botón. «Y cuando llego, me olvido de todo lo que no sean ellos. Prefiero levantarme a las 5 de la madrugada y trabajar antes de que se despierten». Muchas salidas de sollohan encontrado así, trabajando a solas en la casa dormida, robándole tiempo al tiempo para preservar aquello que no se mide en horas, pero las demanda.
El modelo de padre que representa Miguel es una novedad histórica, no tanto porque se haga cargo de sus hijos sino por la manera en que lo hace. Un par suyo del siglo XVIII también se hubiese hecho responsable. De hecho, hasta el final de ese siglo, los manuales de crianza estaban dirigidos a los padres, los casos de divorcio se resolvían siempre a favor del progenitor masculino y toda la correspondencia de esa época entre padres e hijos excluía por completo a la madre. Los padres eran, además, tutores de la educación moral y religiosa de su descendencia. Eso sí, todas estas funciones se cumplían a una distancia prudente de las caricias, la! emociones y demás signos de debilidad.
Con la industrialización, el trabajo salió de las casa: y los padres también. El siglo XIX nació con un ámbito doméstico feminizado. Se empezó a ver a la infancia como una etapa distinta y separada del resto de la vida, y a las madres como las más capacitada para comprenderla. Y para el 1900, un observador decía que el padre se había vuelto «una presencia puramente dominical». Por muchos años más, el hombre mantuvo el título de jefe del hogar, pero las pequeñas, vitales decisiones de la crianza diaria eran ahora coto exclusivo de la madre.
En la década del 50, el sociólogo Talcott Parsons ensanchó aún más la brecha entre madre y padre al etiquetar a la función materna como «expresiva» y la paterna como «instrurnental». La idea era que la madre alimentaba afectivamente a los hijos para que pudieran establecer relaciones sanas y conocer sus propias emociones. El padre, en cambio, representaba al afuera: distante, atractivo, vinculado al universo de las metas y los desafíos.
Alrededor de 1969, la Teoría del Aprendizaje Social propuso al padre como el modelo para los rasgos masculinos en los hijos. Según este razonamiento, los hijos aprendían a ser hombres de sus padres y las hijas aprendieron a buscar estas características de sus padres en novios y futuros esposos.
Por fin, con los cambios sociales de la segunda mitad del siglo XX, se fue abriendo de a poco un lugar para que los padres comenzaran a considerarse otra vez protagonistas en la crianza a la par de sus mujeres. Y hoy, entrando al nuevo siglo, hay familias en las que los roles tradicionales se han invertido casi por completo. Esto debe pensar Eduardo Lascano (41), cuando planifica su día, que empieza por levantar a Micaela, su hija de ocho años, llevarla al colegio y volver para emprender las actividades diarias: cocinar, lavar, planchar y coser.
Como tantos argentinos, Eduardo busca trabajo desde hace más de un año. El sostén económico de la familia lo provee su esposa, Silvia, que trabaja de lunes a viernes durante nueve horas como declaradora en un Despacho de Aduana. «A mí me pone muy contenta que papá no trabaje, porque así estamos juntos mucho más tiempo», dice Micaela. Y el papá no la contradice. «Fue un cambio bueno poder estar más con mi hija. Además, el año pasado Micaela estuvo internada un mes, y daba las gracias de poder pasar todas las noches con ella». Micaela todavía recuerda las épocas en que no veía a su papá en todo el día, y esto realza aún más el sabor de las tardes de hacer tortas a cuatro manos y embadurnar de crema la cocina. Hasta que aparezca un trabajo, Eduardo aprovecha las noches para terminar el secundario e intercala sus deberes con el lavarropas y la plancha. El viernes es el día destinado a la limpieza general -para que su esposa no tenga que levantar un dedo el fin de semana-, y es el lunes el que se le hace más trabajoso. Acaso sufra un poco esa suerte de encierro que aqueja a las amas de casa cuando pasa el fin de semana y el tiempo de socializar. Pero, excepto de tener que limpiar los vidrios, Eduardo no se queja de nada.
No hay dudas de que los roles se han flexibilizado. Antes la madre era la proveedora de ternura y el padre era la ley. Ahora los dos son capaces de contener a los hijos afectivamente y ambos pueden y deben poner límites», dice el psicólogo Ricardo Levy, autor de «Cuando es preciso ser padres». Y explica que «si bien es cierto que ahora, con el auge del divorcio, hay muchos chicos que no ven a sus padres todos los días, lo que cuenta en realidad no es tanto la presencia diaria como la constancia y la accesibilidad: que el chico sepa
cuándo y cómo puede contar con el padre, que sepa dónde encontrarlo. Un padre que ve al hijo los fines de semana nada más puede ser más presente y contenedor que otro que está todos los días, si éste no escucha al hijo o es tan impredecible que el niño no puede contar con él».
Lo que sí preocupa a Levy es la actitud «moderna» de muchos padres respecto de la disciplina. «Me parece que pasamos del modelo de la familia Ingalls, con un padre perfecto, distante, incorruptible, al modelo de los Simpsons, en el que el padre es inmaduro e infantil. O sea, de un modelo familiar dictatorial a uno anárquico. Últimamente veo mucho en el consultorio un estilo de padre que yo llamo ‘padre niño’ y otro que denomino ‘padre blando’: el primero es el que se ubica en un plano simétrico con los hijos, funcionando como un hermano o un amigo, o en un lugar desde el cual la jerarquía se invierte y el hijo domina. Ejemplos de esto serían un padre que hace ‘travesuras’ con su hijo: lo lleva a andar en moto a toda velocidad o le regala un rifle de aire comprimido. El ‘blando’ es el padre difuso, débil, incoherente o voluble, que no funciona como figura de autoridad y por lo tanto no contiene. Por ejemplo, un padre que dice a todo que sí, o que se somete al hijo con una actitud de ‘yo, con vos no puedo’.»
Explica Levy que las consecuencias de un ‘padre niño’ son sentimientos de desamparo, dificultad para incorporar reglas, o conductas de pseudo-adultez para compensar, mientras que un padre blando provocaría en sus hijos sensación de vacío y carencia afectiva, problemas de atención o tendencia a los accidentes. Pero el especialista enseguida aclara que todos podemos tener alguna de estas actitudes en alguna ocasión, y esto en sí mismo no es peligroso. «Sólo es grave cuando se actúa así en cada situación.»
Si hay alguien a quien nadie acusaría ni de una ni de otra modalidad es al doctor Carlos Contepomi, traumatólogo de San Isidro que crió a ocho hijos y a varios más que se fueron acoplando al clan, con una organización y claridad de propósito que más de un gobierno envidiaría. Todo padre está orgulloso de sus hijos, pero Contepomi lo está de tal grado que sus palabras se desvían una u otra vez a relatar las virtudes de uno, las hazañas del otro, al punto de casi no poder sostener frase alguna que empiece con el primer pronombre singular. De hecho, duda mucho antes de aceptar una entrevista, y finalmente accede sólo porque siente que ver que ver a sus hijos desenvolverse hoy, que casi todos son adultos (el mayor tiene 36, la menor 16) es una buena confirmación de que sus ideas sobre la crianza no estaban erradas. Entre su prole hay una terapista física, un sacerdote, un administrador de empresas, un periodista, una profesora de sordos, un estudiante de medicina y un licenciado en marketing mellizos (que son, además rugbiers famosos) y una estudiante de secundario que ya descuella en el piano. En otras palabras, talento suficiente para fundar una pequeña ciudad.
«Creemos más en el estímulo que en la sanción», dice el médico, «creemos en enseñar valores, y sobre todo creemos en el ejemplo». Imitando a su padre Sarmientino, los hermanos se autoimpusieron una competencia: ganó el que no faltó ni un solo día en los cinco años al secundario.
Pero si bien los valores a los que adhiere esta familia de formación católica son nada menos que las cuatro virtudes aristotélicas (justicia, fortaleza, templanza y prudencia), cada una introducida a su debida edad, Contepomi subraya: igualdad de valores, sí, pero diversidad en la elección. Una vez que nuestros hijos ya estaban formados, nunca interferimos con sus decisiones».
El espíritu de esta familia florecía como nunca en las vacaciones. La costumbre era ir al sur, en carpa, a escalar montañas o bajar ríos en balsa. En una excursión llegaron a ser 25 (siempre se sumaba alguna otra familia), y tuvieron que recorrer todo Bariloche en busca de balsas para acomodarlos a todos. «Estas experiencias fueron muy formadoras para los chicos: les enseñaron a correr riesgos, a medir sus fuerzas, a buscar objetivos y luchar por conseguirlos. No me sorprende que todos hayan crecido como líderes, en el colegio y entre sus amigos. Se tienen mucha confianza», dice el papá. «Una parte divertida fue una costumbre que inventamos. Cada día de campamento dos miembros de la familia tenían que encargarse de hacer todo el trabajo del día: planificar el menú, limpiar y poner la mesa y demás. A la mamá y a mí siempre nos tocaba con los más chiquitos para equilibrar. Lo divertido era imaginar qué iba a resultar el día que le tocaba al más vagoneta o al más tronco.» A través de los años, la casa de los Contepomi se enriqueció con largas estadías de numerosos sobrinos. Y hace algunos años también se sumaron al hogar cuatro hijos de una pareja muy amiga que falleció, de los que el médico habla con el mismo amor y orgullo de padre.
«Creo que si algo ayudó a que los chicos siempre se llevaran bien, fue el hecho de tener reglas claras y exigirles, antes que nada, respeto. Tenemos prohibidas las malas palabras, por ejemplo. Una vez, hace años, uno de mis hijos vino corriendo a contar, alarmado, que otro había dicho una mala palabra. Le pregunté cuál y contestó: ‘¡ Dijo tarado!’. Era una regla que se respetaba.»
Pero el médico no quiere hablar de su paternidad sin subrayar que nada de esto hubiera sido posible sin las artes de madre de María Elena, su mujer, con quien además de la crianza ha compartido proyectos, como diseñar un curso para padres en el ámbito de la Iglesia Católica. «Ella es la que realmente lo hizo posible. Siempre compartimos los objetivos en cuanto a los chicos y siempre supimos que la única base era el amor».
Paradójicamente, señala la psicoanalista Adriana Franco, muchos papás de esta era llegaron a la misma conclusión -que los chicos vienen primero- sólo después de separarse. «Eran padres que delegaban casi toda la crianza en sus mujeres y no se enteraban demasiado de qué les pasaba a sus hijos. Al tener que quedarse solos con ellos y pasar a ocuparse hasta de los más mínimos detalles, al menos en sus días de visita, es como si los hubieran descubierto.» Franco, que es profesora en la cátedra de Clínica de Niños y Adolescentes en la Facultad de Psicología de la UBA, indica que a veces las madres se quejan de que estos padres «novatos» no cuidan bien a sus hijos. «En realidad, sí que los cuidan bien, sólo que diferente. No les corren atrás con el saquito para que no tomen frío ni les impiden que se ensucien y se embarren. Pero esa sensación de libertad y autonomía que les brindan es tan fundamental para el desarrollo de los chicos como la mirada más cuidadosa de la mamá.»
No hay más que mirar a Pablo Lena y a su hijo Bautista jugando en su casa en una tarde cualquiera para comprobar esta afirmación. El júbilo se dibuja en la carita del niño en cuanto se entregan a cualquiera de sus pasatiempos compartidos: correr carreras en el jardín, andar en bicicleta, saltar en la cama elástica o -lo mejor de todo jugar al «sac», un invento familiar que consiste en luchar hombro a hombro pero sin lastimarse. «A los 17 años yo decía que a los 30 iba a tener un hijo y mi proyecto se cumplió. Pero de qué se trataba esto de ser padre, eso sí que no lo imaginaba». Lena, actor y esposo de la conductora infantil Reina Reech, dice que no le gustan los lugares comunes pero que a éste no puede escaparle: «Lo que dice la gente es verdad. Con cualquier otra cosa uno puede informarse. Pero tener un hijo es algo tan luminoso… no tiene antecedentes».
Hoy Bautista entró al jardín dormido en brazos de su papá. En el aula, Pablo se sentó en una sillita de madera tamaño gnomo y se quedó un rato largo en silencio, cobijando a su hijo a upa. Bautista fue abriendo de a poco, muy de a poco, sus ojos cristalinos, mirando de reojo los juegos de sus compañeritos, enterrando nuevamente la nariz en el aroma del papá, y así una y otra vez hasta que se sintió con fuerzas para valerse solo, entonces Pablo le dio un beso y se fue, cerrando la puerta del aula sin mirar atrás. Y dejó impreso en el aire todo un retrato de época. Allí estaba el papá moderno, el que mima y nutre y está. Allí estaba el papá de siempre, el que se va sin miedo y no espía por la ventanita de la puerta, como tantas mamás en esos días en que a su hijo le costó despegarse. ¿Los nuevos padres lograrán, finalmente, encamar a un tiempo lo mejor de ambos mundos? La naturaleza humana, se sabe, es una cosa maleable. Sobre todo cuando le dan forma manos tan chiquitas.
Entrevistas: Yanina Kinigsberg y Jessica Fainsod.
Producción: Audrey Liceaga.
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