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Desencuentro entre médicos y pacientes*

Días pasados, un médico amigo, clínico reconocido y prestigioso catedrático incorporado a la Organización Mundial de la Salud, me decía que, entre las enseñanzas básicas que imparte regularmente a sus alumnos, figura la de invitarlos a observar, cuando visitan su consultorio privado, el trato que su secretaria brinda a los pacientes que allí llegan o llaman por teléfono. «Es indispensable -añadía- que los futuros médicos no olviden el papel que cumple la calidad comunicativa. Si no hay encuentro entre dos seres humanos, no puede haber auténtica relación clínica.»
La apreciación me pareció más que certera. La atención médica se ha ido convirtiendo en un procedimiento frío, expeditivo y desnaturalizado en el que se ignora que el contacto personal sigue siendo decisivo donde está en juego el sufrimiento. Acotados por la premura que exige asegurar la rentabilidad de cada minuto (pues las mutuales pagan a sus profesionales por el número de pacientes atendidos), escuchar al enfermo ha dejado de ser imprescindible e incluso ya hay quienes estiman que la relación con su cuerpo (palparlo, auscultarlo) ha pasado a ser un menester soslayable tanto como oírlo, dado que la técnica hoy suplanta con holgura los mejores afanes del contacto directo. ¿Pero se trata de una cuestión de pura eficacia instrumental o hay algo más en juego allí donde la palabra la tiene el padecimiento? El hecho es que la supervivencia profesional de los médicos se logra, cada vez con más frecuencia, a expensas de la comunicación que ellos deberían facilitar. Y ya se sabe que, en este orden como en tantos otros, las excepciones confirman la regla.
Es notoria la disonancia entre una ciencia como la medicina, día a día más eficiente, y quienes, ejerciéndola, toleran cada vez menos a sus semejantes, pues no saben ni les importa considerarlos como tales. Y ello induce a preguntarse si la formación universitaria que reciben no resulta también responsable por semejante pobreza educativa.
Hoy la desconfianza ya no recae, como ocurría en tiempos de Molière o Tolstoi, sobre la medicina en sí misma, sino sobre el médico como tal. El sentido común, asentado en una larga y frustrante experiencia, lo ve convertirse en un experto sin alma. La persona, entendida como una realidad integral, psíquica, social y física indivisible, prácticamente ha desaparecido de los consultorios. Las sociedades contemporáneas, inscriptas de lleno en la masificación, han sentenciado a muerte la subjetividad. A diferencia de lo que aún ocurre en el campo del psicoanálisis, donde tanto importa la singularidad de cada caso, en una medicina controlada por empresas que buscan, antes que nada, la rentabilidad, la subjetividad se convierte en un obstáculo y, en consecuencia, en algo disonante y hasta peligroso para los intereses del sistema. El paciente ha pasado a ser ante todo un cliente. Su significación dominante es económica y no personal.
La subestimación del sufrimiento resalta en esa intrascendencia del paciente como protagonista de cuanto le ocurre, en el silencio casi imperativo que al respecto le impone quien de él se ocupa. Acotado por un horario inflexible, puramente expeditivo, que no le hace lugar, su testimonio de afectado por aquello que le pasa no interesa. El trato que, en consecuencia, se le dispensa lo asimila más a un objeto que a un sujeto.
A la luz de todo esto, corresponde concluir que una medicina culta será mucho más que una medicina técnicamente eficaz. Necesitamos médicos cívicamente capacitados e intelectualmente más sanos, o sea mejor conformados para asumir el papel que les cabe ante ese prójimo que en ellos deposita sus expectativas. Mientras así no sea, abundarán esos paradójicos profesionales que no saben tratar con personas enfermas sino únicamente con enfermedades. Y si de un lado no hay más que enfermedades sin sujeto es porque, del otro, prepondera una concepción enajenada de la ciencia médica, del hombre y por lo tanto de la salud.
*Por Santiago Kovadloff publicado en L a N a c i ó n el Domingo 20 de agosto de 2006 Agradecemos este aporte enviado por la Lic. Graciela Simón

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