Identidad en Grupo
Yo en los otros, los otros en mí. Grupo y procesos identificativos. Isabel Sanfeliu
Quizá no puede llamársele loco: es sólo uno que existe pero que no sabe que existe…
Se diría que los nombres le corren por encima sin conseguir nunca enganchársele.
Para él, total, llámesele como se le llame es lo mismo.
Italo Calvino, El caballero inexistente.
Sobre la identificación
Digamos que identificarse con alguien es establecer una relación de mismidad con la representación de esa persona. Quien opera la identificación ante todo representa y son potentes representaciones de cosa las que consuman la identificación. El proceso identificativo es un movimiento contínuo que acompaña nuestra existencia modificando gradualmente estructura y organización interna; tras cualquier identificación subyace la identificación primaria. En ese caso, la distancia entre ambos polos es tan exigua que el mismo movimiento trata de anularla, restableciendo la totalidad inerte, sin diferencias ni matices.
La identificación secundaria exige una mayor elaboración.
Precisamente por ello, mantenemos que la riqueza de alternativas que implementa la técnica grupal en psicoterapia, permite detectar y trabajar en profundidad las diversas patologías de la identificación secundaria con mayor eficacia de la que podría alcanzarse en el mismo tiempo en un análisis individual.
Tan sólo unas líneas para concretar cómo contemplamos el proceso de identificación primaria [1]. En su encuentro con la exterioridad, el recién nacido es penetrado y penetra a la figura materna, ambas se modifican: el bebé amanece al psiquismo, la madre experimenta modificaciones importantes en sus investimientos narcisistas. Sujeto y objeto sin discriminar en una relación especular en la que la capacidad simbólica presente en la madre y todavía imposible de metabolizar por el niño irá dotando de espacialidad al nuevo ser, creándose un vacío donde este irá ubicando lo propio, lo que es ajeno y, más adelante, al objeto [2]. La identificación primaria es una primera discriminación de tipo muy precario sobre la que se asentaran posteriores diferencias [3].
El bebé no sólo encuentra al objeto, lo crea y se contempla en él; la ternura del entorno permite que no se vacíe con la rabia impulsiva generada por la frustración y que, por otra parte, no estalle en el caos que supondría tragar todo el afuera como le incita la violenta voracidad que experimenta simultáneamente. Ternura filtro de excesos, tanto de introyecciones como de proyecciones, elemento a [4] en Bion, contenedor de las primeras angustias. A través de ese ritmo de presencia/ausencia con que se muestra el objeto, conquistará las primeras representaciones con las que poder identificarse para alimentar al todavía precario Self y constituirse uno peculiar en un mundo de semejantes. La identificación primaria es el primer ser o, si se quiere, el ser primero posible.
Comenzamos gradualmente a deambular por la identificación secundaria [5]. Sobre la base anterior actúa el proceso identificativo especular donde, como recuerda Stoloff [6], los significantes no verbales analógicos que transitan entre madre e hijo juegan un papel fundamental. Por fin, sumido en inestabilidad y una vez adquirida la capacidad reflexiva que alcanza su auge a través del lenguaje, se accede al simbolismo que trasciende los dos polos del encuentro para ingresar en el universo de reglas; el niño toma conciencia de que pertenece a ese mundo por identificar, es sujeto y objeto, ente de reflexión y reflexivo, la palabra ha posibilitado la distancia para pensar sobre sí. En el horizonte, nuevas representaciones que se vinculan, inéditas fuentes de angustia. El «sí mismo» se convierte en sujeto de la enunciación desde el espacio, la contradicción y la temporalidad que instaura lo histórico, que ha surgido en el debate entre principio de placer y principio de realidad.
La identidad del yo se adquiere mediante la integración gradual de imágenes de Sí mismo que posibilitan el proceso de separación/individuación; su constitución pasa a través de una serie de identificaciones: con la imagen del cuerpo, con el sexo al que se pertenece, con el nombre en que reconocerse y con distintos aspectos que se toman prestados definitivamente del entorno en otros tantos encuentros grupales.
La colisión entre las exigencias de las realidades interna y externa es el motor que dinamiza el proceso identificativo. Identificarse es un deseo del sujeto en ciernes, pero tambien una propuesta del otro. Esta apremiante bipolaridad y alternativas para avanzar a su través, se multiplican en el encuentro de grupalidades internas que supone el espacio de análisis que presentamos. Lo pulsional se activa, sujetos reales acogerán y distorsionarán a los imaginarios y el narcisismo habrá de modularse. Como afirmamos anteriormente [7], en el grupo se integra Yo y Objeto, Sí mismo y objetos que despertarán sus añejas representaciones, lo más íntimo en la máxima exterioridad que envuelve desde lo social al grupo.
En esta presentación tratamos de discernir, desde la Teoría Analítico Vincular [8] propuesta por Nicolás Caparrós, las partes que ofrecemos a los demás para que estos las introyecten y hagan propias.
La identificación en el grupo
En lo que a continuación se expone partimos de individuos concretos que integran un determinado grupo. Su identidad se infiere a través de la presentación corporal, las manifestaciones afectivas, la forma en que expresan un conflicto y la capacidad de ajustar los propios intereses en el marco de la realidad social.
La identidad es una compleja estructura que se alcanza diferenciándose de los otros y también con ellos y siendo como ellos. nos guiaremos por estos aspectos en el análisis de los encuentros grupales. La red de encuentros en el grupo sirve tanto, por el juego de la cotransferencia e intertransferencia, de espacio para reactivar los hitos personales formadores de identidad, como para crear otros nuevos. Nuestro eje de referencia será Jaime, de veintidós años, que se debate entre paralizantes y cavilosas dudas en su búsqueda de identidad. La razón de escogerlo entre las demás posibilidades, estriba en que en su caso la presencia del grupo era una constante prueba de fuego para su identidad, en ningún otro como él resultaba tan patente esa ansiosa pregunta que podría ser resumida en un “¿Quién soy yo?”.
¿Excesiva plasticidad?, ¿Estaba Jaime dispuesto a modificar su imagen por los demás tanto como parecía indicar su puntillosa apreciación de la presencia del otro?, ¿Era el grupo vivido como ese elemento continente presto a servirle de regazo ensoñador o, por el contrario, un lugar propiciador de elementos beta [9] presto a desintegrarle?
El grupo estaba constituido por dos terapeutas [10], un observador no participante y siete pacientes: tres hombres y cuatro mujeres.
Una breve presentación en forma de trazos impresionistas: Felipe, esquizoide [11] cuyas escasas intervenciones son muy apreciadas por los demás integrantes. Es «el guaperas del grupo» en opinión de sus compañeros. El año pasado se sentaba en un rincón a mi lado (yo era «mamá»), ahora ha crecido y se instala en un cómodo sillón [12] junto a la consolidada figura paterna de Nicolás. En Felipe lo preverbal es importante, su palabra es valorada por el grupo lo que no impide que se mantenga en frecuentes silencios. Su lugar es el de la observación inquisitiva.
A su izquierda, aparece la ensortijada y solitaria melena de Rosa, que ahora se permite las antes censuradas fantasías eróticas y empieza a admitir cierto deseo de «salir con alguien», ya en vías de desprenderse del complejo entramado de unos padres separados cuando ella era muy niña. Por entonces padeció problemas con la vista que la «acomplejaban» y aislaban de amiguitas, refugiándose desde entonces en los estudios (a sus veintidós años, está preparando oposiciones para juez). No interviene demasiado, sólo una vez rumiado el discurso. A diferencia de Felipe, Rosa exhibe su vergüenza; los demás y su juicio ocupan un espacio más importante que el propio criterio.
Un giro para llegar al sofá de la sala, cuyo extremo izquierdo suele estar ocupado por un abogado grandullón; el cuerpo longuilíneo que antes vivía como lastre, ahora se mueve por las salas de baile y es capaz de extraer de sus evoluciones un placer que era antaño impensable. Núcleo confuso, el talante bloqueado-explosivo (si respetamos el orden en que se produce su contacto con la frustración: aguante-estallido final) caracterizó las primeras experiencias amorosas de Jonás, muy en consonancia con lo vivido con su potente y fálica madre viuda, para dar paso actualmente a exitosos y sucesivos coqueteos que reaseguran su identidad varonil. Es su segundo año en grupo y esa «veteranía» también afianza sus intervenciones, sintiéndose en cierta complicidad con la pareja terapéutica.
Catalina, de núcleo depresivo, suele ocupar el centro del sofá; tiene veintiún hermosos años que los incipientes síntomas anoréxicos todavía no han logrado minar. Contendemos aquí, como telón de fondo, con la frialdad de una madre que escabulle cualquier intento de acercamiento; papá trata –y en buena medida consigue- paliar esa carencia, aunque la cercanía afectiva tuvo momentos demasiado intensos que también crearon algún conflicto hoy ya elaborado.
A su lado despierta ternura «la terrible encarnación de los celos». Su excelente pareja y dos hijos (cariñoso chaval y adolescente encantadora), no han logrado aún que María deje de torturarse. Coqueta en lo diádico, dinámica y divertida en el grupo, el «maldito» número tres la condena al infierno de la exclusión, entonces es tan «mala» como la bruja de los cuentos. Como Jonás, vivió el año pasado su primera experiencia grupal que sirvió para palpar la soterrada envidia al hermano, conquistador de esa madre tan ausente para ella. Entonces se refugiaba junto a Nicolás situándome a mí, en uno de sus sueños, «en la cocina»; vivía así esa emoción correctora de excluir, como “conveniente venganza” por haber sido preterida; ahora «se mueve» más entre el grupo y me incluye con naturalidad en sus relaciones.
Un nuevo giro y topamos con Angel, núcleo depresivo, quien suele escoger el rincón del sofá que está junto a la entrada, como queriendo huir. «Hueso duro de roer», comienza ahora su proceso terapéutico. Las estadísticas y la razón tratan de acallar el más leve atisbo de inquietud, cualquier repunte de emoción, querría ser proceso secundario puro, mas primero deberá ser proceso para conjurar su estática rigidez. Papá, dice, es incapaz de escuchar y nunca supo recibir nada. El fantasma de mamá, absorbente y dictadora, se interpone ante cualquier candidata a ocupar su lugar, pero en su versión final, todo queda reducido a que un físico poco atractivo no le permite «desplegar sus habilidades sociales».
En otro cojín, a su lado, encontramos habitualmente al gran «buscador de identidad» del grupo. Jaime, núcleo esquizoide, se siente interpretando papeles, sin conseguir discriminar qué le pertenece de ellos. Estudia biológicas porque el padre de su infancia (¡qué alejado del actual!), le inoculó naturaleza en largas marchas por el campo.
Finalmente, Tania, brillante hematóloga de núcleo depresivo, apresada por una grave anorexia. Cuerpo torturado que pone en marcha cada semana para recorrer los cuatrocientos kilómetros que separan su hogar de este espacio de terapia. La enfermedad resume el vínculo patológico con mamá, teme que renunciar a aquella signifique el abandono por parte de la otra. ¿Qué pasaría si no estuviese enferma? Quizás entonces afloraría el presentido rechazo.
En tal atmósfera Jaime, en cada sesión, pone en juego su identidad, que diríase a veces polimorfa y por instantes fragmentada. Cada devolución, cada espejo humano le envía una imagen que habrá de enfrentar al mismo tiempo con el caleidoscopio de sus emociones.
Sabemos que un grupo es algo más que la mera exposición de los trazos más impresionistas de sus componentes. Es así que incluso estos retratos son posibles dentro de las atmósferas grupales que los han propiciado.
Las visiones que relato están extraídas de diversas sesiones. Unas veces Jaime se pone a sí mismo en evidencia porque elotro está ahí, otras deposita en ellos sus ansiedades y expectativas anacrónicas. Jaime viene al grupo con su grupo interno, con una determinada identidad, aún cuando esta pudiera ser conflictiva. El grupo terapéutico es una atmósfera provocadora, estimula nuevas vías de identificación, despierta viejos fantasmas que se desplazan y actualizan ahora en la intertransferencia grupal [13].
Jaime revive dolorosamente en el grupo las heridas narcisistas infringidas a su identidad. Cuesta hacerlas salir porque forman parte de sus recovecos más delicados, las oculta en el mutismo, en el desmesurado deseo de ser preciso, tras unos ojos que miran sin cesar y que pretenden impedir ver. Sus procesos de identificación ora son consonantes, ora resonantes y a veces disonantes con esos otros del grupo. Constatar esos aspectos permite efectuar con Jaime un momento diagnóstico: ¿qué teme, qué añora, qué perdió y hacia dónde regresa? Más tarde vendrá el tramo terapéutico: devolverle sus repeticiones, su regusto hacia el narcisismo mientras el otro queda “desanimado” en su entorno, señalarle sus desplazamientos, mostrarle sus puntos ciegos. Algo que el grupo, terapeutas y pacientes, pueden hacer.
Jaime
Nuestro protagonista se desenvuelve en ese ambiente grupal y ahí pone a prueba su identidad. Reproducimos ahora, organizados en torno a determinados ítem, comentarios textuales recogidos a lo largo de dos años de análisis:
– “Mi padre es un líder solitario que se impone con miradas y silencios temidos y odiados. Autodidacta, responsable, desvinculado de mis abuelos para huir de los tentáculos maternos y un padre desvanecido. No fuma ni bebe, no sale por las noches; en la empresa era el rebelde. En el cuarto de estar no quiere sillones para que no nos abandonemos viendo la tele. Escribía a mis profesores; yo sentía vergüenza y protección. Tanto mi padre potente como el débil son represivos. Nunca se rindió ante su madre; la autoridad es el enemigo y los que se rinden son despreciables. Me veía superinteligente, sentía por mí bandazos de admiración o desprecio. Me da más pena que mi madre, es un gigante abatido.”
Ante este relato se tiene la impresión de que faltan datos claves: ¿cómo y de qué manera muda ese padre admirable en un ser a rechazar; cuál es la fuente del desprecio; como se trasmuta su fuerza en debilidad? Jaime no dice nada al respecto, sus confidencias parecen poseer la fuerza aplastante de la evidencia. Se diría que todo es claro, que cualquiera puede apreciar lo que siente.
El padre, según cuenta, experimenta hacia él admiración y desprecio. Los sentimientos que le adjudica son especulares con los que Jaime experimenta por aquel.
– “Mi madre tiene vida interior, pero siempre a remolque de mi padre, como yo. Fue él quien la hizo estudiar, nosotros nos dejamos conducir: nos redujimos al mínimo. Era la pequeña; mi tío tiene diez años más y mi tía, que es médico, fuerte y abierta, ocho. La abuela es muy alegre y el abuelo como un niño.
Tuvimos poca lactancia, a veces estaba muy bloqueada con nosotros. Me comprende, aunque agobia con tanto orden. Es muy miedosa; suplicaba llorando a mi padre que no nos dejara solos cuando yo era muy pequeño. Me mira con impotencia. Va de víctima, pero si toma conciencia, trata de reaccionar.”
Con el padre hay un diálogo imaginario: tú-yo. En el caso de la madre existe un ella y un nosotros. A veces el nosotros comprende a toda la familia frente al padre, en otras ocasiones, la relación es hijos-madre.
El padre aparece solo, autosuficiente, no importa señalar si tuvo o no familia, la madre, por el contrario, figura incluida en un grupo familiar con dos hermanos más y sus padres.
– “Mi hermano es dos años menor. Nos llevábamos broncas de mi padre por el follón que armábamos de críos, pero lo pasábamos muy bien. Preguntaba por el sexo, una vez me masturbé delante de él. Yo tenía adjudicado un papel, ser más inteligente que mi hermano; tenía más imaginación e inteligencia, pero él fue quien se integró en el barrio. Me joroba que mi padre y él puedan ponerse tan bestias y yo no. Me cabreo cuando se pasa con mis padres. Quiere ser bombero.”
En la relación con el hermano, salvo un pequeño e inicial episodio de infancia en el que «lo pasaban bien», el referente es el padre. Referente e interposición al mismo tiempo.
En los lugares predestinados en la estructura familiar está destinado a ocupar el sitial de la inteligencia, su hermano el de la fuerza y la sociabilidad.
“Yo soy infantil, reprimido, idiota, miedoso, inteligente, creativo, sensible.” Todo eso ha dicho sobre sí.
“Si sacara a mi padre de mí, sería un salvaje, así soy un corderito. Siempre mimado, se adelantaban a mis deseos y yo no podía descubrirlos. Me da miedo mi vergüenza, mi debilidad. Tengo complejo de chimpancé. Crecí rápido y me estanqué; siempre fui bajito y flaco, me mangoneaban los mayores, si trataba de defenderme flipaban, decían «¿de qué vas?»”
– “De pequeño jugaba mucho con mi padre que era muy tierno, pero no controlaba las cosas que le podían cabrear y me cortaba. Entonces quería ser como él; me trataba como adulto. ¿Por qué no podía mi padre ser Dios y meterse en mis pensamientos? ¡Cómo disgustarle con lo cariñoso que era conmigo! Me mola mi imagen de pequeño, inquieto, activo. Decían que me iban a tirar a la basura por trasto. Mi madre dejó de trabajar un tiempo al nacer yo. Siempre quería cogerme en brazos mi padre.”
– “En la guardería ya me cortaba, me sentía más indefenso y lloraba. Era tan despistado… me sentía idiota cuando me quedaba en las nubes y se me caía la leche o el plato. Imaginé con miedo, pero liberado, que les pasaba algo a mis padres. Si imaginaba la muerte de mi padre era el apocalipsis, todo se acababa, si moría mi madre, no ocurría nada.”
– “Yo me imaginaba líder, exhibiéndome, los demás eran espectadores, incluso las mujeres. Me divertía solo horas y horas, inventando historias y manejando muñecos. Me sentía muy autosuficiente hasta los diecinueve (en que se enamora).
Casi sólo he tenido miedo a mi padre; imaginaba batallas con mis miedos. Abandoné a mi padre antes de romperme la clavícula. Destruí su mito. Mi padre tiene unos cauces por los que tengo que ir para que me proteja, si me salgo irá contra mí. O me reprocha no tomar iniciativas o rechaza las que tomo. A veces siento que me envidia, no quiere que le supere y no quiero humillarle. Lo que intento es imposible. Si actúo sin contar con él le traiciono. Si le soy infiel se muere, ¿sería una venganza?
Mis relaciones son de amor/odio. Si rompo con mi padre, me desprendo de cosas mías, si le acepto me paralizo. Exploté con él y nos asustamos los dos; me estaba presionando, luego se echó a llorar y me sentí fuerte, pero me pasé.”
– “En la Universidad comienzo biológicas muy bien. Empecé con un grupo a hacer teatro, pero no podía olvidarme de mí al interpretar. Fue una etapa hiperactiva, hacía deporte pero era muy destructivo; no reprimirme era hacer el bestia. Luego me enamoro, me rompí la clavícula y, tras el accidente, después de un mes en casa, dejó de interesarme casi todo.”
– “Me enamoré dos veces, nunca se lo dije a ellas. Cuando era pequeño tenía fantasías con mi prima y, de repente, la imaginaba con mi padre. Cuando todos duermen veo películas de sexo, en la realidad me paralizo. No sé diferenciar lo que imagino y lo que deseo realmente (fantasías eróticas con su prima y su madre). Censuro de inmediato lo que se me ocurre por infantil o perverso.”
“Me veo escogiendo ser como mi madre o mi padre; me cabrea que se ridiculicen mutuamente. No consigo el código de la gente y les imito, pero los ídolos que imito se suceden y desconfío. He roto la dependencia con los demás pero no encuentro la mía. Fuera de casa me siento transparente, es el vacío. Si renuncio a ser héroe me veo asqueroso. Soy egoísta y competitivo, no quiero reconocerlo porque me obligaron a ser modesto. Mi padre nunca nos dejó ser malos. Ahora me desfaso con bromas, antes con violencia. Si no me freno, me acelero menos.”
El deambular de su estructura psíquica
Parecería que la familia está compuesta por un padre-madre, dos hermanos y una hermana hacendosa (que en realidad es la madre). También la abuela paterna encarnó ambos sexos en el hogar, ejerció el mando relegando a su acobardado marido, sometido también más tarde por el hijo. ¿Qué varón dotó de identidad al padre de Jaime?
Cuesta reconstruir la novela de las primeras experiencias de nuestro paciente. Mamá da el pecho –poco [14]-, pero ¿quién nutre libidinal y simbólicamente a Jaime? ¿Cuál es la figura de apego? ¿Qué imaginarios depositaron en él? Difícil deslindar las imágenes parentales. El empuje protector lo protagoniza papá que parece reclamar el contacto corporal. Pero la madre existe; aunque difusa, es recordada como cariñosa. ¿Cómo ejerció el apoderamiento desde la lejanía? ¿Cómo desapegarse de ella si no pudo generar fusión? Cabe suponer que, en la medida en que ella es contenida por el padre, sí puede desplegar su papel.
Cuando Jaime se repliega intentando proteger su narcisismo, los objetos persecutorios rondan su mundo interno, aunque no son tan amenazantes como para impedir la consistencia del Sí mismo y un aceptable manejo pulsional (con tendencia a inhibirse). Si fuera cierto que el padre ocupó el lugar del objeto primigenio, le habría obligado a realizar un recorrido más complejo en el proceso identificativo para acceder a su identidad masculina. ¿Qué lugar designó como primer domicilio de sus identificaciones? ¿Qué peculiaridades rodearon la presentación del padre?
La madre, aunque poco contenedora de las primeras avideces, fue durante infancia y adolescencia la mejor interlocutora para las fantasmagorías de Jaime con el que parecía identificarse. Mientras parecería que él es la temprana ofrenda que mamá entrega al padre, con el segundo hijo sí le es concedido ese espacio de intimidad en el que fundirse para luego discriminarse. Los miedos nunca la abandonaron desde la perspectiva de su hijo, nunca fue libre, por eso le comprende.
Veamos dos posibles hipótesis que explicarían el derrumbarse de ese gigante omnipotente que fue el padre:
a) Con Jaime llega el primer vástago a este hijo que rompió con sus raíces; fue su gran proyecto, conformaban la pareja omnipotente hasta que quedaron asfixiados por un engrandecido ideal del yo con el que no podían cumplir sus excesivas exigencias: llega la herida narcisista, el desmorone y la sensación de fracaso. Exceso de contrastes en ese oscilar de la admiración al desprecio que fuerza en demasía la escisión.
b) La potencia y ternura desplegada por el padre en los dos primeros años de Jaime, generadora de un vínculo especialmente fusionado entre ambos, se derrumba poco a poco cuando el segundo hijo se convierte en simétrico compañero de juegos desplazando al progenitor. No tolera las risas y peleas de los hermanos en las que él no tiene cabida.
Quien se somete es despreciable, quien se rebela, también.
¡Cuánto incita y frena la identificación este padre! A través de Jaime me animaría a esbozar tres caras en este hombre: la tierna, que le lleva a abrirse todavía a ocasionales confidencias: cuánto le costaba ligar, cómo le escogían las mujeres, las dificultades para el primer beso, el abandono de un amor para unirse a la que se convertiría en su mujer… Abruptamente irrumpe la faceta intransigente con la norma, lo superyoico, es entonces el líder sindical y la contradicción entre lo que instituye como ideal y lo que muestra en su comportamiento cotidiano. La tercera cara deja ver a un titán abatido, la encarnación del fracaso tanto en lo laboral como en lo concerniente a esa familia que quiso forjar sin tacha.
Y aquí se debate Jaime, entre la admiración, el odio y la lástima.
Aventuramos que mamá, desde la sombra, tiene más poder del que parece. Maneja la información que distribuye a su antojo, puede discutir para alejar al marido del lecho conyugal cuando siente inapetencia sexual y hacerle regresar al cabo de varios meses, con una apacible conversación. La que fue niña mimada, la pequeña de la casa, lo sigue siendo en su nuevo hogar.
El afán de Jaime por no mentirse a sí mismo, por no mentir a los demás, es inalcanzable; Kundera [15] dirá que vivir en la verdad sólo es posible en el supuesto de que vivamos sin público, los ojos que nos miran modifican nuestra actuación.
Los ojos que le concedieron identidad, reinventados dentro de sí, ejercen ahora de carceleros para Jaime; si trasladamos la referencia de este autor a la mirada interna, toparíamos con una paradoja: sin ese público que impide vivir en la verdad, la vida no sería posible. Es cuestión de tiempo y espacio, poder discernir entre la representación del padre protector de la infancia, la del padre derrumbado en su imaginario que desprecia y forjar una más acorde con el padre real actual, permitiría a nuestro protagonista romper ese vínculo emocional de dependencia.
El hermano ejerció como primer espectador de sus representaciones de sí y de su entorno. La agresión expresada espontáneamente en juegos con él, debe inhibirse en otros encuentros infantiles donde se deja proteger por los amigos mayores y más altos. Al no medirse en lo cotidiano con el afuera, le faltan referencias para valorar sus capacidades.
No consigue, por el momento, llevar la sexualidad más allá de donde le permite su potente fantasía al servicio de la masturbación y surge el consiguiente miedo a perversiones. Pero hoy él mismo es un perverso que tiene ante sí la tarea de reconocerse y ser reconocido, sólo después advendrá la posibilidad del cortejo y la seducción.
Ser la persona que uno dice ser, es una de las definiciones de identidad que ofrece María Moliner; por eso le resulta tan dificultoso a Jaime definirse, porque teme no reconocerse y no soporta que la distancia entre su ser y su ser enunciado por él, no le permita controlar su imagen reflejada en los demás.
Propuestas de identidad en el grupo
Los encuentros grupales no son, en rigor, nuevos para Jaime, pero también aparecen a la manera de reencuentros. Lo que tienen de inédito le deja perplejo y quiere decodificarlos desde el pre-juicio de sus vínculos fundantes. En la medida en que son reencuentros activan, a veces con goce a veces con dolor pero siempre de manera divalente, sus anteriores experiencias. Es necesario señalarle e interpretarle de manera permanente cada matiz.
Jaime-Felipe: Lo esquizoide les une y separa; la distancia que muestra Felipe permite a Jaime sentirse tranquilo a su lado, no lo ve exigente. No es la intensidad de un afecto, tampoco un intenso interjuego proyectivo, sino un espacio libre en el que se siente aceptado-respetado como no lo fue por su padre y sin las invasiones a que le sometió mamá. Pero aquí no hay alimento, el desencanto de Felipe no incita a retenerle, es tan sólo –y no menos que- un puntual refugio para nuestro infatigable indagador. Por momentos podría ver reflejado en él el fracaso de su padre, el que teme para sí mismo y servir por tanto de estímulo para no detenerse. O quizás podríamos aventurar que los protectores amigos de infancia, siempre con cuerpos más grandes, lo mismo que su potente hermano, son evocados a través de Felipe.
Jaime-Rosa: Coinciden en su estructura de personalidad y en la dificultad para relacionarse con el otro sexo y resolver el vínculo con el progenitor del mismo. Pero cada uno batalla en su territorio. Rosa no se va a «asustar» del tironeo entre amores y odios en que se debate; atrás quedan turbación, estupor y espanto en ese debatirse durante años de análisis con una madre que no fue niña, como veíamos con Jaime, pero cuyos intentos de suicidio la sumían en oscuros vericuetos. Aquí el padre, desde su ausencia, es «el malo» al que hubo que reconstruir para poderse acercar al mundo de los hombres. Los «personajes» de Jaime están ahí, ella no codifica como dramático ese entorno y sumida en su propio debate tan sólo se asoma puntualmente al de él, a quien relaja esta actitud. En su encuentro ni se persiguen ni se contienen más que como un miembro cualquiera del envoltorio grupal del que además son parte.
Jaime-Jonás: El núcleo confuso de este le permite irrumpir con menos respeto en los relatos de nuestro protagonista, ofreciéndole así un antídoto a su trascendencia. No le resulta difícil a Jonás identificarse con la inseguridad vivida por ese otro cuerpo tan antagónico al suyo (se recuerda a sí mismo como un adolescente desgarbado y grandullón que quería encogerse, ahora Jaime hubiera dado cualquier cosa por cobrar envergadura). Actualmente las mujeres se multiplican en el entorno del primero; el conflicto estriba en elegir sin repetir viejos patrones y no emprender una eterna huída de madres invasoras, de conducta bien dispar al soterrado poder ejercido por la de Jaime. Este ve el futuro con más optimismo a través de Jonás, al que a su vez sirve como referente para valorar sus progresos.
Otra posibilidad de encarar este vínculo, es desde el desplazamiento de hermanos de uno y otro. Vimos que el de Jaime fue un gran compañero de juegos, aunque ahora disfrute de una fuerza que cuando mueven los celos, deja a este derrotado; Jonás ofrece una representación alternativa no gobernada por la competencia. El siempre quiso medirse con su hermano mayor, muy alejado de nuestro personaje que sí podría sin embargo encarnar al menor de la familia; de ahí el estilo comprensivo que ofrece a Jaime.
Jaime-Catalina: Dispares y cómplices; se siente comprendido (¿y seducido?) por ella que disuelve, al menos en parte, la ansiedad de sentirse «raro». Es posible que el encanto de la imagen de su prima, alegre y atractiva, se solape aquí y la disfrute en un entorno menos jocoso que el familiar, donde fundamentalmente sus tíos descolocan a Jaime con bromas que le paralizan por la vergüenza. Catalina, que se desenvuelve sin problemas en el mundo de las relaciones (siempre que no impliquen mayores compromisos afectivos), ejerce un papel de cierta superioridad protectora, maternal, que cede por momentos lugar a cierto coqueteo; en el grupo no ejerce de «problemática» o enferma, como se la cataloga en su entorno -más que cuando hecha pulsos con Tania y su anorexia- y le resulta gratificante sentirse «más madura». A ella le resulta muy útil escuchar cómo también los varones sienten temores y titubeos a la hora de acercarse a una mujer, alejando con ello la representación del «macho» invasor de intimidades; sexualidad y ternura se concilian a través de Jaime. El se siente escuchado y su torturado rumiar no despierta conmiseración (como en el caso de mamá), rabia (papá), ni burla (como teme en general).
Jaime-María: Le tiene adoptado, pero la imagen protectora en este caso es potente y más autónoma que la de su madre; él se encuentra a gusto. Ella presta atención, atisbando en su discurso lo que podría llegar a pensar su hijo y recordando en otros momentos a su hermano menor con el que hubiera deseado litigar menos. También apoya con entusiasmo conclusiones que cree esenciales, por ejemplo: «Es verdad, si eres fiel a tu padre te traicionas a ti y si eres coherente contigo, le abandonas a él.» Escucha buscando sus propias claves y devuelve comentarios que alimentan el desnutrido sosiego de él; nunca le dejaron «ser malo», María es una «perversa» enternecedora que, sintiendo que la encarna, desmitifica la maldad y abre posibilidades a travesuras y fantasías. La quebrada seguridad de Jaime lo agradece. El estilo confuso [16] de María que evoca la autoimagen infantil de la que él se sentía orgulloso, facilita el proceso.
Jaime-Angel: Desconexión aparente que, a veces, sorprende con comentarios de Jaime que denotan que sí escucha y trata de dar sentido al entrecortado discurso racional de su compañero. Lo depresivo [17] de uno contrasta con lo esquizoide de nuestro protagonista que se siente valorado y no necesita entrar en competencia. Jaime nos comenta un encontronazo con una compañera, Angel lo ve claro: «¡Es igual que mi madre! Siempre que reprocha algo, en realidad está molesta por otra cosa distinta; es una trampa de la que es difícil defenderse.» En este caso no es otro paciente, sino la representación que este tiene de su madre, lo que le es ofrecido a Jaime como figura en la que esclarecer conflictos.
Jaime-Tania: De nuevo el mismo tipo de encuentro nuclear, lo depresivo, ahora encarnado en una mujer, y lo esquizoide. Ella no escucha, busca la fascinación de un auditorio que afortunadamente el grupo no ofrece (si exceptuamos a Catalina) y poco a poco se va viendo impelida a desprenderse de la capa trágica para encarar con más sobriedad sus conflictos consiguiendo así el apoyo de los demás integrantes. Los varones no son protagonistas en su actualidad, hermana y madre ocupan ese primer plano y, consecuentemente, Jaime está en la sombra. El, a su vez, responde con distancia.
Jaime-terapeuta varón: Encarna los ideales admirados en el padre sin la quiebra que este sufrió y sin la cercanía ofrecida a cambio. Se revuelve tratando de esclarecer su discurso cuando Nicolás le reprocha perderse en racionales descripciones… Si la parte más dependiente y débil de su Sí mismo trata de conectar con esta nueva figura engrandecida, su narcisismo y las también idealizadas partes destructivas del yo [18].
En este caso el terapeuta modifica de manera reflexiva “su figura paterna”, más sosegada y sin las crispaciones que el padre real sufre en la relación con el hijo.
Jaime-terapeuta mujer: Los dos primeros años de análisis permiten la instauración de una transferencia que servirá de amortiguador en el grupo cuando se sienta amenazado. Comprendo como mamá, antecedo en el tiempo al encuentro con el varón, pero aventuro que no ve en mí la supeditación de su objeto primigenio.
Jaime-observador: Sumido en su drama, parece no tener en cuenta su silenciosa figura. De «testigo no molesto» le calificó en una ocasión.
Una escena grupal
Este grupo suele transcurrir sin excesivas resistencias, en un clima participativo en el que no resulta demasiado costoso adentrarse en el proceso primario; por esta razón no solemos incluir escenas psicodramáticas, a las que no obstante consideramos posible instrumento de activación a través del que propiciar un espacio de construcciones imaginarias en el que confluyen aspectos horizontales del grupo con otros verticales del sujeto. Es importante recordar que su eficacia radica en la articulación del revuelo de imaginarios que provoca la escena, con elementos simbólicos recogidos a través de asociaciones y recuerdos. Descubrir una angustia no basta; sin esta secuencia, sin establecer la fantasía que la contiene, la escena psicodramática queda reducida a elemento movilizador propiciando aspectos catárticos; aquí más que nunca se haría realidad la sentencia: movilizar es muy fácil, la dificultad y lo que propicia el cambio es escoger el momento oportuno para provocar y elaborar el material obtenido.,
Un día concreto en el que faltan tres integrantes, la atmósfera se percibe más densa; Jaime trata de transmitir una vez más su sensación de impotencia de la que parece estarse contagiando el resto de sus compañeros. La curiosidad por obtener un retrato más vivo de ese padre cuya figura se escabulle y transmuta en cada intento de acercamiento, me lleva a plantear una escena:
Jaime representará a su padre en un encuentro con su hijo (Felipe), en presencia de su hermano (Jonás) y su madre (María).
Infiltrarse en objetos ajenos (pertenecientes al mundo interno de Jaime), será de provecho para el resto de sus compañeros: Felipe, en su realidad cotidiana, no dialoga con su padre, le rechaza como Jaime al suyo, sin siquiera detectar la calidez que este le otorga ocasionalmente; tampoco tiene hermanos, la situación es novedosa y veremos cómo se desenvuelve en ella. Jonás, que encarnó al comienzo de la escena durante algunos minutos a la figura parental (identidad que apenas logró personificar), tendrá aquí la oportunidad de resituarse en la fratria. A María le concedemos por unos momentos un marido bien dispar al suyo y ella disfruta investigándose. Rosa permanecerá observando el despliegue y dejándose movilizar por él.
Pequeñas sub-escenas se suceden y surgen representaciones cargadas de matices inconscientes imposibles de detectar en el anterior discurso verbal, que ayudan a esclarecer el panorama familiar. La realidad psíquica de Jaime, recreada y deformada en manos de sus compañeros, se palpa más allá de lo que quiso expresar. Por su parte, quienes se ofrecieron como portadores de sus representaciones, ocupan lugares insólitos en su biografía donde se ven desconcertados por emociones inesperadas que transforman las propias identificaciones estereotipadas.
Felipe abandona su hieratismo habitual y se confiesa sorprendido por la fuerte sensación de rabia que le invade por el hecho de contar con un competidor frente a unos padres que, afirma, le son indiferentes. Esta irritación servirá a Jaime para enfrentar los aspectos más competitivos con su hermano que se solapan con los que experimenta hacia su padre. Felipe no disfruta su actual soledad, pero al romperla artificialmente en esta escena, se esclarecen los beneficios secundarios que obtiene siendo «el único» y descubre que no es tanta la inapetencia que experimenta por su pareja parental como nos muestra habitualmente.
Jonás se encuentra incómodo en el pellejo de un padre al que no comprende; el propio no resulta referente válido ya que se desvanece en la infancia al morir cuando él contaba doce años; la representación patentiza ese vacío. Se relaja en el papel de hermano y comenta que, desde el primer momento, se siente relegado frente a quien considera con rotundidad favorito (él lo fue de su propio padre); lo que le sorprende, es descubrir la libertad y el espacio para la protesta que otorga ese lugar. Jaime puede reconocer cómo desearía librarse de la exigencia que pesa sobre él, aunque quizás el precio de perder la primogenitura sea todavía demasiado costoso.
María exclamará sorprendida: «¡Ah, pero trabajo!» El grupo ignoraba esta faceta de la madre de Jaime, lo mismo que el actual paro que afecta al padre por una reducción de plantilla. Todo un giro en cuanto al lugar de poder que otorga el dinero. María confirma que sentía a Felipe su favorito; encarnando a su propia madre y dejándose a sí misma excluída, pero esta circunstancia puede ahora, como en el caso de Jonás, ser festejada y se siente liberada de su fatalismo: «Conseguí evitar el papel de víctima, me sentía fuerte».
Jaime se siente desbordado en su representación paterna. Le llueven los reproches y no consigue abrirse paso y hacerse entender: dice interesarse por las notas del colegio, pero no quiere preguntar por ellas; trata de eludir el papel de líder y permanece a la espera de un reconocimiento que no llega; intenta defender que ninguno es su favorito y parece que insinúa que nadie le importa; en su afán por imponer una utopía, sumido en la contradicción «te ordeno ser libre», pretende ser un padre ejemplar cuando apenas parece valorarse a sí mismo como sujeto. Se intuye la amargura de quien fracasó en un amago de despotismo ilustrado, bajo el disfraz de quien invita a la iniciativa sin dejar cabida a ella. La sensación que arranca al grupo es de conmiseración. Este es el padre reconstruido al que Jaime no puede abandonar.
Rosa se apropia de la escena y ve a su propio progenitor: «No dice os quiero a todos por igual; si no hay preferidos, es porque reina la indiferencia». Ni ella ni su hermano disfrutaron de su atención en la infancia (desde que se produjo la separación del matrimonio) y ahora es ella quien se resiste a responder a sus demandas tardías. A partir de algo que parecen compartir, se imponen las diferencias: padre bicéfalo omnipresente el de Jaime, padre intermitente y desdibujado el de Rosa.
Tras la representación se deja sentir un hormigueo de incomodidad frente a lo que sorprendió a cada uno; esta sensación confusa seguirá dando sus frutos en sesiones posteriores.
Un proceso de identificación en marcha
Internalizaciones y exteriorizaciones en un nuevo contexto que acoge y modifica los muchos objetos internos que bullen en él; el proceso identificativo imprime dinámica a la reestructuración: identificación (reconocimiento de lo viejo en lo nuevo) / desidentificación (posibilidad de ruptura) / identificación (acceso a nuevos modos de vinculación).
Crear lo propio a partir de lo diverso que ofrece el grupo como sistema de representaciones: el otro real, mi representación del otro o el otro en mí, yo en el otro, lo que el otro me deposita, el otro mirándose en mí, los otros sin mí, y al menos tantas representaciones de mí como integrantes tiene el grupo. La imagen que he modelado provoca a la masa de que partí, es el reinado de lo intersubjetivo incidiendo en lo intrasubjetivo.
Esa cebolla de capas generadas por sucesivas identificaciones conforma el yo, el sentimiento de mismidad, hace posible que nos experimentemos con continuidad en el tiempo y otorga una imagen corporal.
Otra forma de contemplar al concepto identificación es en relación con la empatía, observando su efecto en el territorio compartido; las transacciones entre los diversos grupos internos y la multiplicidad de representaciones coexistentes en el espacio intrapsíquico del grupo, dota a los sujetos de mayor plasticidad para ponerse en el lugar del otro, el grupo gana en cohesión y los individuos adquieren independencia.
Las fronteras grupales actúan como los brazos de una madre, nos dicen Ashbach y Schermer [19], el propio grupo es percibido como objeto con el que establecer relaciones, surgen resignificaciones simbólicas, la distancia sujeto/objeto es eliminada fugazmente por la identificación, al aportar la estructura en su conjunto (continente) la posibilidad de generar y absorver contenidos; los límites regulan intercambios entre diversos niveles en entrecruces de verticalidades en el aquí y ahora.
Jaime trató, como cualquier integrante, de situar sus personajes en las oquedades que en principio ofrecen los demás. Pedazos de mamá comprensiva en María, el victimismo de su madre en Tania, lo menos perseguidor de su prima en Catalina, la otra cara de la mujer a la que su propio miedo hace inaccesible encarnada en Rosa, el antiguo desenfado de papá en Jonás, el padre desencantado en Felipe y el tajante en Angel.
Pero poco a poco, la personalidad de cada uno de ellos acapara terreno y abre facetas insospechadas en las representaciones primitivas de Jaime. Mamá-María no oculta su gusto por el coqueteo y muestra envidia sin pudor; Tania deja entrever el poder que detenta tras la aparente sumisión; Catalina tiene relaciones sexuales y dudas y miedos son habituales compañeros; Rosa expresa deseos y comparte fantasías; Jonás se afianza en su profesión y juega al escondite con su superyo; Felipe no muestra amargura y tragedia, sino cierto escepticismo; por último, Angel, en algunos repuntes de humor, permite que restemos drama a sus escenas y sonríe con el grupo.
A su vez, él también fue modelado por el imaginario de los otros… Como hermano añorado para María se siente deseado, atacado como varón por Tania, asexuado para permitir la cercanía de Catalina, puesto a distancia prudencial en el caso de Rosa y tratado solícitamente por Jonás quien consiguió por fín a su través ejercer el preciado papel de hermano mayor. En el caso de Felipe, es el hermano que no tuvo y se muestra solidario al compartir exigencia e inseguridad aunque con estilos bien distintos… Y quizás para Angel ocupe el insólito lugar -desde su perspectiva- de alguien a quien se valora por el tesón con que se fuerza a actuar.
El grupo terapéutico significó para Jaime una nueva posibilidad de verse en un colectivo, redujo distancia y afianzó contornos.
Su propia imagen ha ganado en complejidad, ya no es «el bajito» del colegio, o «el gracioso», o «el rarito», no tiene que dar la talla y poco a poco consigue abrir o cerrar las fronteras de Sí mismo en consonancia con el entorno, abriéndose paso hacia la autonomía.
Así, en un ir y venir del narcisismo a la objetalidad, del Sí mismo a un Real que se deja disfrazar menos de lo habitual por las interpretaciones a que es sometido, el proceso identificativo, detenido en Jaime en la fase narcisista, puede continuar su trayectoria. Es el trabajoso camino para devenir sujeto.
[1] Ver el capítulo de N. Caparrós en donde se expone extensamente este problema.
[2] Piera Aulagnier diferenciará entre la autoinformación (de excitaciones endógenas y estímulos externos) propia de lo originario, la aloinformación de un psiquismo en relación con otro, esbozo de alteridad en lo primario y, por último, la comunicación verbal que vehicula formas simbólicas en el nivel de representación secundario.
[3] Procede señalar aquí la noción de identificación adhesiva propuesta por Bick (1968) y más tarde adoptada por Meltzer (1975): antes de que sean posibles las introyecciones el bebé ha de desarrollar un espacio con límites. Este aspecto también viene desarrollado en parte por N. Caparrós en la escisión que sucede en la etapa del narcisismo primario seguida de la oportuna renegación. Bick se interroga además sobre lo que sucede para que este espacio sea apto para contener cosas y concluye que se logra a partir del objeto pezón que en el acto de mamar hace presente un orificio, la boca, que ingresa el citado pezón.
El orificio, o agujero ya sea boca, vagina, o cualquier otra cavidad, solo tiene existencia en la medida en que algo lo llena. El pezón es el objeto externo imprescindible que muestra y hace práctica una cavidad que como tal existía en la potencialidad. Se ignaugura así la capacidad introyectiva imprescindible para las posteriores identificaciones.
[4] Elemento alfa: contenido mental dotado de un significado que proviene de la traducción de la información sensorial.
[5] Nótese también que la identificación secundaria es una doble operación en la que intervienen procesos de simetrización (lo que iguala sujeto y el otro) y asimetrización (lo que los distingue).
[6] Jean-Claude Stoloff, Les pathologies de l´identification. París, Dunod, 1997 (p.82).
[7] I. Sanfeliu, Los nuevos paradigmas, Madrid, Quipú ediciones, 1996 (p.167).
[8] En el vínculo se intercambian representaciones de objeto, objetos del mundo interno u objetos del sí mismo… cada apropiación, cada introyección de objetos complica y recrea la estructura del sujeto… Lo que se introyecta es el vínculo mismo, lo que incluye la atmósfera afectiva creada… (N. Caparrós: «El vínculo. Lo vincular en el grupo terapéutico», en Grupos terapéuticos y asistencia pública, coord. Por E.Gamo y R.Gómez Esteban. Madrid, AEN, 1997).
[9] Según Bion, a diferencia de los elementos alfa, aquellos datos sensoriales no metabolizados, es decir no «mentalizados».
[10] Nicolás Caparrós y yo misma. El observador era un analista en período de formación.
[11] Núcleo básico de personalidad, estructura relativamente estable compuesta por vínculos fundantes configurados con determinadas peculiaridades para elaborar las ansiedades básicas en el espacio interno y cara al exterior. Caparrós plantea tres posibles: esquizoide, confusional y depresivo. En el primero, lo narcisista se impone al mundo de los objetos que se contempla con cautela; los mecanismos defensivos más utilizados son escisión, renegación, proyección e introyección.
[12] Este grupo ha cubierto tres años de análisis, aunque cada año se modifica ligeramente su composición. Esta es una técnica que siempre seguimos para evitar las resistencias que dimanan de una estructura siempre igual.
El sillón cómodo es una alusión a que en la sala de grupos existen diferentes tipos de asientos. Desde cojines en el suelo a sillones, pasando por un diván de tres plazas.
[13] Entendemos por intertransferencia las actualizaciones de relaciones arcaicas de un paciente en la persona de otros.
[14] ¿Anida entre sus numerosos temores el de ser devorada por el hijo?
[15] Milan Kundera, La insoportable levedad del ser. Madrid, Tusquets, 1985.
[16] Núcleo confuso de la personalidad, caracterizado por idealización del objeto y con él, del sí mismo. La alternancia omnipotencia/frustración conduce a movimientos de bloqueo y explosiones; aquí hacemos referencia a lo que puede verse como espontáneo por los demás integrantes del grupo. Mecanismos defensivos de preferencia: identificación proyectiva, idealización y renegación.
[17] Núcleo depresivo de personalidad que implica un manejo predominante de la represión y donde lo objetal impera sobre la libido narcisista; ambivalencia como resultado del encuentro con la realidad.
[18] Rosenfeld, H. (1971) «A clinical approach to the psychoanalytic theory of the life and death instincts: an investigation into the aggressive aspects of the narcissism», International Journal of Psycho-Analysis, 52, 169-78.
[19] Ashbach y Schermer: Objects relations,the Self and the Group. Londres, Routledge ed. 1987.
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