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Acosados por el exceso de información

quinto-principio-rector-del-cerebro-web«Tirá esas revistas. No las puedo ver más», le dijo Livia (psicóloga, 35) a Ale, su pareja (economista, 41), frente a la pila de lectura atrasada. Una avalancha de información que, sumada a la que «hace cola» en la casilla de email, en redes sociales y aplicaciones, no es más que la punta del iceberg de uno de los fenómenos más extendidos de esta época hiperconectada. Podríamos llamarlo bulinfomanía, un síndrome de estrés provocado por la angustia de querer y no poder procesar el exceso de información que satura nuestra capacidad de atención y llega por iniciativa propia o ajena, con contenidos interesantes o prescindibles.
Peor aun cuando pretendemos atender la multiplicación de información desde el afán por absorberlo todo para no quedar desactualizados en los ámbitos en los que nos preocupa permanecer activos. Una suerte de mito de Sísifo al que nos condenamos diariamente, sabiendo que ese atracón de datos terminará, al final de la jornada, pasándonos por encima. Como una ola de un tsunami cotidiano que -lo sabemos de antemano- nos encontrará, al final del día, sin haber conseguido el objetivo de no quedar rezagados con las últimas novedades de tantos espacios vinculares globalizados.
La bulinfomanía es un acrónimo inspirado en el trastorno alimenticio que sugiere la raíz de arranque del vocablo. En este caso, la irresistible atracción es ejercida por mares de información, actualizada desde una insondable matriz de expansión multidireccional que no deja nada sin atravesar. Tal como ocurre con la bulimia en los cuadros de consumo compulsivo de alimentos, este síndrome produce, cada tanto y como «efecto compensatorio», una transitoria sensación de hartazgo, de rendición parcial o de impotencia culposa que impulsa a algunas de sus víctimas a deshacerse de todo el excedente de material inmanejable que resulte posible expulsar, aun sin haberlo «digerido», como en el caso de las revistas no leídas que Livia quiere tirar a la basura porque supone -con razón- que no habrá tiempo para leerlas.
La avidez por estar conectados no da tregua: se ve, por ejemplo, en viajes aéreos, tras los cuales resulta habitual la desesperación con la que, sin aguardar la autorización, la mayoría de los pasajeros desenfunda su móvil para «recuperar el oxígeno» de contacto o información que se había perdido de compartir durante el vuelo. FOBO (Fear of Being Offline) es la sigla con la que una investigación de Facebook describe el miedo de los jóvenes a quedar desconectados.
El fenómeno tiene otros efectos colaterales. Entre ellos, las alteraciones de calidad o de tiempo de ejecución que afectan a productos o servicios cuyos responsables o prestadores no logran cortar con el hábito de estar «siempre on line». Así, no alcanzan la mínima concentración requerida para garantizar un buen resultado final.
La necesidad de imprimir velocidad a las comunicaciones nos ha hecho rehenes de lo breve e instantáneo. Esto estimula la abreviatura de palabras y parece empujarnos a una progresiva degradación del lenguaje. A esto alude Nicholas Carr cuando habla de «la muerte del pensamiento lineal, que está siendo desplazado por otra clase de configuración mental que necesita recibir y diseminar información en estallidos cortos, descoordinados y veloces».
El smartphone produce cambios de hábito que incluyen, por ejemplo, una escena recurrente: la de dos individuos que, sentados uno frente al otro, construyen una burbuja de silencio consensuado marcada por la ausencia de registro interpersonal.
Los efectos de este fenómeno, como se sabe, incluyen a los medios gráficos: de 22 profesionales de la salud que asistían a un curso que impartí en Girona, sólo dos me confirmaron que leían regularmente el diario en papel. Del resto, sólo unos pocos declararon que apenas revisan los titulares de los periódicos en la Web. Internet y Google mediante, el caudal desmesurado de información multipantalla que recibimos a diario nos lleva a la paradoja de ir conociendo cada día más cosas, pero cada vez un poco menos de cada una de ellas.
Mientras nuestro tiempo de atención diaria no se amplíe con algún bonus track, estar al día con estas bibliotecas infinitas nos pone ante un dilema: padecemos este atentado contra nuestros planes personales o ponemos un límite al acoso autoinflingido. ¿Cómo? Una forma es racionalizar el consumo frente al escaparate de tentaciones a la carta, desestimando lo prescindible para equilibrar la asignación del tiempo y reconectarnos con nuestros intereses, los afectos, el conocimiento nutritivo, el arte, el deporte y la atención de nuestra salud, sin olvidar las variantes del ocio que mejor estimulen nuestra capacidad de disfrutar de la vida desde una mirada más sabia y serena.
El impulso por «saber» se nutre de la necesidad de reducir la amenaza de un elemento insoslayable de la vida: la inseguridad. La mala noticia es que el saber más, el acumular indiscriminadamente más información, no necesariamente nos vacunará contra la inseguridad. En cambio, la incorporación selectiva e inteligente de conocimiento, integrada a una rica experiencia de vida, sí puede aportarnos, más que «saber», sabiduría para aceptar la inseguridad. Especialmente si, desde la inocencia y la intuición, nos permitimos recuperar la capacidad de sorprendernos, reaprendiendo la aptitud de observar y convivir con el mágico, imprevisible y maravilloso misterio de la naturaleza.
Si uno se permitiera pensar que va por la vida siendo «su propia empresa», sería transformador que, al percibir su rumbo amenazado por la incertidumbre, desplegara su propio plan estratégico personal con todo lo que confiera sentido e intensidad a su proyecto de vida. La voracidad bulímica por acaparar conocimiento indiscriminado resulta una suerte de atentado contra ese plan personal.
Podemos rediseñar creativamente el software con el que nos relacionamos, a veces en «piloto automático», con la vorágine de las tentaciones del saber que nos envuelven. Frente a cada provocación con la que nos interpela la existencia, siempre es uno el que decide qué elecciones hacer y qué consecuencias asumir.
Escrito por Pabo Waisberg, consultor de dirección y planeamiento estratégico
Publicado en L A N A C I O N

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