¿Cómo cuidar a los padres que se hacen grandes?
Cuidar es un gran reto, capaz de brindar la satisfacción de “hacer lo correcto”, pero también de generar agotamiento. Cuando ese cuidado es sobre seres tan cercanos, como los padres ya mayores, y en el momento en que se encuentran más frágiles, la pregunta sobre el qué debo hacer y cómo intervenir se vuelve apremiante.
Hace algunas décadas el “cuidar bien” a los padres era un ideal que tenía respuestas más evidentes. El “deber filial” debía ser respetado de modos precisos, y los controles sociales eran más explícitos, pesaba el temor a ser visto como “un mal hijo”.
Muchos de los valores actuales prometen vidas más personales y menos dependientes de otros, incluso el cuidar al otro puede ser considerado como un olvido de uno mismo. Lo que ha generado que los lazos familiares sean más cuestionados y menos intensos, aunque no inexistentes.
Así también en las últimas décadas los estilos de vida de los mayores han devenido más autónomos, y sus vidas no se reducen a los lazos más cercanos e íntimos.
De esta manera ese “cuidar bien” a los padres se transforma en algo más difuso y relativo, menos dependiente de lo exclusivamente familiar, con pactos sociales novedosos en los que el Estado, la familia, los amigos y hasta los vecinos son participes necesarios. Sin embargo, como toda organización social que se transforma, genera conflictos donde no siempre queda tan claro quién es el responsable de dar una respuesta. Son muchas veces los hijos los que sienten dicha responsabilidad, lo que supone la pregunta sobre los límites de la obligación y, por qué no, de la culpa.
La pregunta que muchos se formulan es: ¿en qué medida debo intervenir cuando los parientes “adultos y mayores” no lo permiten? Pregunta que pareciera tener una respuesta simple, ya que no cabe duda de que la edad no es en sí misma un límite para ejercer la autonomía, y remarquemos que la mayoría es capaz de ejercerla, por lo tanto nadie debería más que sugerir o discutir, como lo haríamos con cualquier otro adulto.
Aunque la cuestión se vuelve más problemática cuando esa madre, padre o pariente cercano deja de comer lo suficiente, no se higieniza, se cae con frecuencia, se desorienta o comienza a tener olvidos u otros yerros que pueden afectar su vida. Especialmente cuando esto parece escapar a su voluntad, muchas veces como consecuencia de una crisis vital, un estado depresivo, fallos cognitivos u otros que no permiten evaluar y abordar la situación, o simplemente dimensionarla.
En estas situaciones, y frente a las sugerencias para adoptar medidas que reduzcan el riesgo, puede resultar habitual la negación a aceptar un cuidador domiciliario, una consulta con profesionales de la salud, o cualquier otra alternativa posible. Factores que vuelven impotentes a los hijos, generando situaciones de angustia, de unos y otros, que pueden derivar en diferentes formas de violencia.
Lo que lleva a considerar mucho más crudamente cuál es la respuesta, y en qué medida es posible ser capaces de reconocer que, aun ese valioso ideal de la autonomía puede no dar cuenta de las necesidades de un sujeto, es decir, que ese “derecho propio” ya no puede ser ejercido de la misma manera.
Entonces es allí donde resulta necesario responder de qué forma se pueden ir encontrando soluciones que no recaigan en medidas altamente invasivas, que desconozcan los valores e intereses vitales de la persona cuidada. Discernir tanto lo que no puede decidir como lo que sí puede, evitando desarmar rápidamente los mecanismos que funcionaron gran parte de su vida, aunque tampoco llegar a un punto de “supuesta confianza” en una falsa autonomía que termine convirtiendo la actitud filial en abandono o negligencia.
En estos casos es más importante saber a qué situación vital hacemos referencia, que de cuál enfermedad hablamos. Personas con demencias en grados iniciales han encontrado recursos útiles para seguir viviendo en su casa, mientras que otras, ante una pérdida de un ser querido o la vivencia de soledad resultan tan difíciles de sobrellevar que entran en estados depresivos que pueden volverlas altamente dependientes.
Las decisiones suelen tardar más tiempo de lo que la familia quisiera, aun cuando algunas demoradas puedan resultar urgentes. Tomar el tiempo para la reflexión, ir construyendo vías de cuidados alternativos, entendiendo que muchas de estas respuestas, si la persona siente que no le dejan ninguna chance a su estilo, puede devenir en puro oposicionismo.
A veces el apuro ante los miedos filiales puede salvar una vida pero no un ser humano.
Acompañar, proteger y cuidar es saber utilizar los múltiples y graduales recursos que existen en una sociedad, que puedan asistir los diversos niveles y tipos de dependencia.
Debemos entender que toda intromisión en la voluntad del otro debe ser bien evaluada y revisada con el tiempo. Sin pensar que haya una solución para todo y mucho menos definitiva.
Las relaciones con los padres están habitadas por afectos contradictorios, que no siempre ayudan a la elaboración de las situaciones de cuidado. Sentir una gran exigencia en momentos de múltiples demandas, desde los hijos hasta las laborales, puede promover respuestas menos maduras y meditadas. Por todo ello, dejarse apoyar y cuidarse como cuidador resulta de gran importancial ya que el sentirse agotado puede agravar situaciones de malos tratos y malos cuidados.
La consulta gerontológica familiar puede resultar un mecanismo válido que genere nuevas lecturas de la situación y con ello formas de comprensión e intervención. Por ello es necesario entender que no hay soluciones únicas, porque cada vida, la de los hijos y la de los padres, no tiene fórmulas exactas, pero sí caminos que a veces conducen a la clausura y otros, a la apertura de posibilidades.
Escrito porRicardo Iacub – Especialista en Adultos Mayores
Publicado en C L A R I N 11-04-2016