Él (o ella) no va a cambiar
Ella era apasionada y extrovertida. Hoy es atolondrada y papelonera. Él era fuerte, deportista y de paso firme. Hoy es un troglodita que carece de toda sutileza y su analfabetismo emocional es insufrible.
Ella era dulce y angelical. Hoy es fría y desapasionada, carente de todo fuego erótico. Él era gentil y amable. Hoy es un blandengue que no marca su terreno con firmeza.
Bien dicen los que saben, en especial los psicoterapeutas de pareja: la gente se separa por lo mismo que se ha juntado.
Puede sonar exagerado, y posiblemente lo sea, pero los ejemplos aquí ofrecidos no son meras especulaciones literarias, sino hechos reales, conflictos verdaderos de parejas verdaderas, que, a lo que ayer era virtud, hoy lo ven como «pálida» infernal e inaguantable.
La gente no cambia. Como mucho, evoluciona, que no es lo mismo. Eso significa que la base perdura, y desde esa base aparecen aristas que se despliegan, pero, siempre, con el mismo ADN psicológico, ya que las personas son ellas mismas, y no se transforman en otras con el sólo pasar de los años.
Sin embargo, hay un deporte habitual que se llama «tratar de cambiar al otro» que se da entre quienes, viendo una característica de su pareja, la disfrutan no por lo que es sino por lo mucho que, suponen, esa cualidad cambiará por causa de ellos y sus buenos oficios.
Disfrutan esa timidez de la pareja, imaginando que la trocarán en extroversión a través del tiempo. O sueñan que esa personalidad mentirosa y chanta del novio cambiará, y él, conmovido por el amor incondicional, virará hacia la virtud más límpida, logrando así la ansiada redención.
Pero no, eso no sucede. Por eso, dicen las tías y las abuelas que saben del amor, lo mejor es enamorarse de las personas por lo que son, y no tanto por lo que se supone pueden llegar a ser? si cambian.
En el fondo, el amor de los que quieren cambiar al otro es más hacia ellos mismos que hacia la persona supuestamente amada en cuestión. Muchos aman la sensación de poderío que significa generar una trasmutación en el otro, y no tanto al otro en sí mismo.
El amor hace crecer, bien lo saben los que aman. Pero una cosa es crecer, evolucionar desplegando lo que está allí, en el alma pidiendo pista, y otra es cambiar la «estructura molecular» de alguien, para que se transforme en otro que, además, estaría hecho a imagen y semejanza del deseo del redentor de turno.
Posiblemente sea por esa causa que aquello ayer vivido como maravilloso y estimulante, hoy, visto que no se modifica en esencia, es percibido como feo, sucio y malo. La mística del asunto originalmente estaba puesta en la ilusión de cambio y no en el ahondamiento, amor mediante, de la característica del otro, para ofrecerle más matices, quitando cobertura a aquello que estaba allí en el interior de la persona, esperando, a modo de lo que le pasa a una semilla bien regada y con buen sol.
No hay que pedirle peras al olmo. No es un problema entre los olmos y los perales, sino que es una confusión respecto a las expectativas que se tienen y los yerros que se comenten en relación con ellas. Si los olmos nos gustan, plantemos olmos y disfrutémoslo. Y si lo que gusta es el peral, vale disfrutarlo así como a sus frutos, sin anhelar otra cosa del arbolito que no sea aquello para lo cual está hecho.
Aceptar a las personas por lo que son es un buen punto de inicio para el camino del amor. No es un punto final, sino uno de inicio, no para cambiar, sino para mejorar aquello que se es, sobre todo, cuando se está en buena compañía.
Por eso, vale entender qué se busca a la hora de la pareja, si moldear al otro según una imagen extraída del baúl de las ilusiones infantiles, o arrimarse a una persona que valga la pena así como es, potencial de real crecimiento incluido..