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Mi vida como padre

Me siento padre, más que hijo. Será porque ya tengo mis años y porque mi vida actual está inundada de nenes a los que quiero como no sabía que se podía querer. Será porque ya no tengo padre, porque León murió en septiembre pasado. Será porque no comparto esa necesidad de idolatría de los predecesores que tanto abunda, el culto a los padres y a los abuelos, porque la siento inadecuada, limitante.
No creo en el amor como respeto, idolatría o exageración de virtudes, me parece poco amor el que necesita idealizar. Siento que la cosa es al revés, que el amor tiene que ver con la realidad, y que uno quiere cuando ve al otro como es, cuando lo siente dotado de esa forma imperfecta de ser que todos tenemos de alguna manera particular y lo quiere igual.
Lo que sí: entre padres e hijos se trata de amor. Cuando las cosas salen bien. No se trata de ejemplo ni de respeto ni de buenas intenciones. Es un asunto de calidez, cariño, presencia y disfrute de experiencias compartidas. De cercanía real, no esquivada. Tiempo, tiempo pasado en común y elaborado como sentido para nuevas experiencias. No creo en un amor fuerte que no sepa abrirse paso en el mundo cotidiano. Eso es imposibilidad, indiferencia, desencuentro, aunque se sufra mucho. Entre padres e hijos, como entre hombres y mujeres, el sufrimiento no es prueba de amor. Es prueba de sufrimiento. Y no tiene ningún mérito, además.
Veo a mis tres nenes, varones, armar el despelote natural que arman los nenes sanos y queridos y no puedo creer que llegué a ser el conductor de tanta vida. No digo conductor como líder, que lo soy como me sale; digo conductor como si estuviera hablando de electricidad. No puedo creer que tanta vida pase por mí. Que el tiempo me haya traído a este maremoto de pasión, a esta iluminación encantadora. La primera vez que tuve relaciones sexuales sentí que a partir de ese momento entendía más todo. Miraba a la gente en el colectivo y pensaba «ah, es así la cosa», como si hubiera encontrado una clave. Lo mismo, tal vez más profundamente, me pasó desde que soy padre. Entiendo mejor a la humanidad, a la civilización. Cuando uno emite semejante pseudópodo de afecto capta mejor los lazos invisibles que nos conectan. Es como haber penetrado un poco más en el sentido fundamental de la existencia.
Es un magnetismo generador, ese amor, es sopresa de ver tanto, de sentir tanto, de mirarlo todo de nuevo con ojos crecidos. Es encontrarse en situación de cuidador, de transmisor de mundo, tener mucho a cargo y tener miedo de no dar la talla y al mismo tiempo sentir que esa pieza faltante, ahora hallada, hace que toda la vida propia encuentre su lugar.
Tener hijos es pasarse en limpio, entender por fin de qué va la cosa esta de la vida. Para qué sirve uno. Tener hijos es lo más importante que vamos a hacer en nuestra vida, y se lo diría también a Freud, a Woody Allen o a George Harrison, que han hecho cosas que para mí son realmente importantes. Y me sorprendo a mí mismo sintiéndolo cuando durante mis largas tres primeras décadas carecí completamente del deseo de ser padre. No lo entendía. No me parecía que eso de tener hijos fuera taaaaan relevante como se decía. Incluso sentía (tal vez inspirado por las dificultades de mi historia) que la familia era un formato burgués de acomodamiento, la pérdida de una crudeza de la vida, de una libertad, sin la que nada tenía sentido. Al vivirlo, finalmente, ayudado por mi mujer (las mujeres hacen que los hombres maduremos), entendí que la familia, engendrada por el deseo y el amor de dos que se juegan a ser padres es la droga más poderosa que pueda ingerirse, el lisergismo transmutador más arriesgado e intenso. ¿Burguesa, la familia? ¿Acomodados, los padres? No he conocido despelote más apasionado y mayor experiencia de amor libre y trastornador, no creo que haya situación que más haga crecer y entender y poder a quién se meta en ella.
Tal vez, el problema no era tanto el de hacer una familia, sino que en su formato tradicionalista, más atento al deber que al querer, la familia deja de ser una aventura de desarrollo para ser una militancia en la decencia, una domesticación del querer. Pero eso pasa si uno se casa para cumplir, porque si uno se casa por deseo, por interés en el otro, por amor, por ganas de ver qué pasa con tanto, el resultado no es domesticador sino revolucionario.
El cuerpo de los hijos es carne sagrada, y eso que soy tan ateo como se puede ser, porque mi papá y mi mamá lo eran también y yo crecí en un mundo sin dios. Lo cual no quiere decir en lo más mínimo mundo abandonado o carente de sentido sino todo lo contrario: mundo rico en sí mismo, excitante, posible, raro, inmenso, inabarcable, sensacional, desafiante, indomable, sin protección ni garantías. Si algo se acerca en mi vida a lo que otros encuentran en sus sentimientos por dios es lo que siento por mis hijos. Creo que dios son los hijos. Los Beatles, Bach, Beethoven, Brahms y los hijos.
Creo también que las generaciones tienen un compromiso evolutivo. Que así como mi papá y mi mamá (lo siento, pero no se puede hablar del padre, por más que sea su día, sin hablar un poco de las madres) pudieron más conmigo de lo que sus propios padres pudieron con ellos, yo estoy pudiendo también más con los míos de lo que ellos pudieron conmigo. Ese debe ser nuestro objetivo, nuestro aporte social, nuestro granito de arena sumado a la historia.
El buen amor es el que busca eso, o el que lo logra, mejor dicho, porque amor sin logro es amor declamado pero no real. Lo dije pero lo digo de nuevo, porque lo creo esencial: no vale decir «los quiero tanto que me muero por ellos» y después irse a practicar tenis encarnizadamente cuando sería el momento de estar. Amor es presencia, no impostura de emoción que no sabe abrirse camino. Amor es cuidado, detalles esmerados, atención. Amor es disfrute sensual de estar juntos y mirar el mundo en paralelo mientras nos sea posible.
En paralelo. Porque los padres tenemos un mundo, y lo transmitimos, pero los hijos tienen también una cultura propia, la de su época, y nos traen la oportunidad de conectarnos con una realidad que de otro modo se nos escaparía. Los hijos aprenden de los padres, claro está, pero si la cosa funciona los padres aprenden también de los hijos. Aprendemos a mirar lo que en ellos aparece de manera intuitiva e inexplicable, por una ósmosis incomprensible entre sus sensibilidades y el rumbo del mundo. Transmisores de futuro son y, en vez de abordar su mundo con la actitud de «antes las cosas eran mejores», tenemos que ser capaces de aceptar esa evolución que todavía no toma del todo forma pero que está destinada a ir más allá de lo que conocemos y sentimos como propio. Los hijos son astronautas a nivel del mar, investigadores de sentidos que no sabemos ver con claridad y que ellos arman sin darse cuenta y sin entenderlos tampoco.
Emerge un mundo en nuestros nenes y nuestras nenas, y abordar críticamente esa aparición, como si nos hubiera tocado ser el logro más alto de la humanidad, es una ridiculez de la que tenemos que curarnos. Los chicos son la evolución natural, la ovulación hecha persona por el aportecito del padre, por ese cohete seminal que atraviesa todos los obstáculos de una invitación femenina complicada y genial para llegar finalmente a ser alguien. Los nenes son personas en proceso de estallido, creciendo a velocidad de la luz. Personas futuras, viendo hoy un mundo que cuando hayan crecido será sólo un recuerdo.
Los hijos son la respuesta que los humanos podemos dar al problema de la muerte. No es que la muerte vaya a aterrarnos menos, pero en algo se atenúa su angustiosa progresión cuando sentimos que en el planeta, más allá de nuestra desaparición personal, quedan esos cuerpos tan amados. Queremos que la cosa siga aunque no estemos nosotros, porque queremos demasiado a esos nuevos que nos usaron como rampa de lanzamiento. No hay nada mejor para un padre que ser usado. No es un deshonor, es una gracia, es un destino salvador y extraordinario.
Por Alejandro Rozitchner
Publicado en L A N A C I O N

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