Las Vestiduras de la Masculinidad
Escrito por Jorge Garaventa*
El tema de la construcción de la masculinidad y el ejercicio de la misma no ha sido, salvo honrosas excepciones, una preocupación de los hombres, aún académicos, sino de las mujeres, fundamentalmente desde el feminismo. Algunos varones que se han ocupado del tema lo hacen desde una adscripción acrítica al feminismo, lo cual desemboca en una identificación errónea entre masculinidad y machismo.
Lo antedicho no deja de ser un primer dato de importancia: a los hombres no les resulta placentero reflexionar sobre si mismos, repensarse, contactarse con sus sensaciones y afectos…no entra en su esquema de comportamiento psíquico cotidiano. No han crecido para eso.
Aclaremos que, salvo indicación en contrario, las referencias, conclusiones y análisis incluidos en este trabajo remiten a la cultura occidental.
El machismo es precisamente una desviación grosera de la masculinidad, no obstante lo cual, y pese a su alta frecuencia debería permitirnos hacer la diferencia para poder arribar a una referencia saludable en la conformación de la identidad del hombre.
De cualquier manera no puede obviarse que es la cultura vigente la que incentiva el machismo, y que de la mano de este los hombres recogen privilegios y pagan precios, sin demasiada conciencia de ganancias y pérdidas.
El pensar, como se hace en general, la cuestión masculina en relación al feminismo, conlleva a un desarrollo defensivo del tema donde finalmente se pierde el eje de lo buscado. Las conclusiones terminan siendo una lectura femenina, aún realizada por hombres, de la estructura de la masculinidad.
Coincidimos seguramente que es difícil profundizar sin hacer hincapié en la imbricación entre masculinidad y machismo, de la misma forma que no puede pensarse el tema sin aludir a la relación con la mujer.
Pero no abundan reflexiones sobre los varones, realizados por varones, y desde la estructura de pensamiento de los varones. (la redundancia es intencional). Vale el intento.
Merece ser señalada una excepción. Guillermo Vilaseca hace ya muchos años que viene reflexionando sobre las singularidades de la masculinidad, desde la perspectiva del varón.
Aludir a cuestiones de masculinidad refiriéndose a “los hombres” es un reduccionismo abolicionista de las singularidades.
La cultura patriarcal rige la conducta de hombres y mujeres, propicia, avala, encubre y naturaliza la violencia contra la mujer pero está lejos de ser un colchón de relajación y privilegios para todos los hombres. Mucho menos para quienes se atreven a repensar su subjetividad y plantearse otro tipo de interacción consigo mismo, con sus pares y con las mujeres.
Burdieu plantea que ser hombre es encontrarse con el poder. De allí a la varonilidad inexcusable hay un solo paso. No solo hay que ser hombre sino parecerlo, y el ejercicio de las herramientas de privilegio que dota el género facilitan entonces el pasaje a distintas formas de violencia, contra los demás y contra si mismo si fuera necesario. Se suele decir que el hombre llega a la violencia para sostener su primacía frente a las mujeres y frente a los hombres por mandato competitivo. Un poco menos dicho, pero no menos evidente es el pacto entre hombres para invisibilizar la violencia contra la mujer, o a la mujer misma.
La mayoría de los estudios coinciden en que la construcción de la masculinidad descansa en la diferenciación absoluta de todo lo que recuerde a la femeneidad, arrollando en esta carrera los afectos y las emociones y la necesidad imperiosa e ineludible de no ser ni un niño ni un homosexual tampoco. Femeneidad, niñez y homosexualidad serían en este modelo un paradigma del fracaso de la hombría.
Por otro lado, y aunque ya no es así en los hechos, en el imaginario colectivo siguen estando divididas las tareas, de producción para el hombre y de reproducción para la mujer. Por eso el ingreso masivo de la mujer al mundo del trabajo no es vivido por los hombres como un alivio de su tarea sino como un fracaso de la misma. Cuando esto conlleva, en una pareja heterosexual, a que la mujer se convierta en único o principal sostén del hogar, las fisuras en la autoestima, de aquellos, suele ser pronunciada. Es estar al borde de un abismo donde o se repiensa todo o se desliza al vacío.
El Patriarcado entonces, yendo a lo elemental, funda modelos de mujer, de hombres y de la relación entre ellos que actúan referencialmente con tanta fuerza que la desobediencia genera la sensación de ajenidad y activa el grueso de los temores que se esconden detrás de la construcción de la masculinidad clásica o hegemónica.
Un estigma del patriarcado, que no puede eludirse, es que sus parámetros se consolidan, fortalecen y trasmiten inter generacionalmente no solo por hombres sino por mujeres captadas por la cultura en la inmovilidad de sus roles serviciales.
Sostenemos que el ideal masculino no tiene un solo camino de construcción, con lo cual afirmamos que la misma es social, evolutiva y dinámica, actual, es decir, contemporánea, y modificable… La identificación, en diálogo con la diferenciación desemboca en el modelo hegemónico.
No es pequeña la diferencia entre quienes sostienen la identificación como paso sustancial de quienes teorizan la diferenciación materna.
El varón, por vía de la identificación con el padre irá incorporando los atributos de la masculinidad y los modelos de interacción con mujeres y hombres. Este sería el modelo que justificaría que los hijos de hombres golpeadores y o mujeres golpeadas transitan el camino de la repetición.
La teoría de la diferenciación pura sostiene que en el acceso a la virilidad el varón necesita separarse claramente de su parte femenina representada por los afectos, especialmente la ternura. El niño adquiriría tempranamente estas características que luego, a decir de Badinter, necesita mutilar. Algunas teorías algo mas extremas sostienen que va a necesitar diferenciarse tanto que el resultado será la interacción entre odio, rechazo y culpa. La resolución patológica de este interjuego ha de desencadenar en sentimientos y conductas agresivas hacia la mujer.
El trabajo en la clínica nos muestra que ninguno de estos procesos se dan con pureza pero que todos alimentan el modelo hegemónico.
Decíamos al principio que no aceptábamos la generalización, “los hombres”, porque como toda extensión ilimitada termina siendo injusta y prejuiciosa. Si, en cambio, como queda plasmado en nuestro desarrollo, afirmamos la vigencia de modelos hegemónicos que determinan interacciones y conductas. Y en ese sentido, el modelo hegemónico masculino de dominación parece ser universal. Incluso en las sociedades matriarcales estudiadas rigurosamente, el hermano mayor cumple funciones y tiene atribuciones similares a las del macho patriarcal.
Los hombres cargan con el ideal varonil, lo sufren, temen su desgaste pero también se apoltronan en el placer de beneficios y privilegios. Prisioneros del rol, no obstante no puede negarse el beneficio secundario del ejercicio de la hombría, y la furia que genera el desafío al modelo por parte de ellas.
Ser hombre como marca el código es una tarea ardua no exenta de terror al fracaso. Y es precisamente este miedo, engarzado en el ideal de perfección, el que genera la inseguridad que se escupe hacia fuera en forma de violencia contra quienes encarnan su propia flaqueza proyectada.
Salvo los pactos fraternos, otro hombre es el rival que siempre estará amenazando mellar el dominio.
La mujer independiente y con sexualidad autónoma produce un tembladeral interno. El macho clásico no está preparado para ejercer la sexualidad a demanda en un goce compartido sino para establecer modos y formas de su propia necesidad de dominio cristalizada en la mujer que se entrega.
La tercera amenaza es el homosexual que le refriega sus aspectos mutilados pero para nada olvidados. El mundo patriarcal identifica al homosexual como una desviación patológica y despreciable del hombre y que a su vez representa lo más rechazado de la femineidad.
Los cuerpos son segmentados y valorizados de acuerdo a valores que venimos mostrando. La parte delantera, valorizada por la presencia o ausencia de pene, y la trasera identificada con lo francamente femenino y la sumisión. Ese es otro de los terrores que se activa en la homofobia. En la antigüedad, los prisioneros de guerra eran violados analmente para consolidar el triunfo y la dominación.
Este es apenas un esbozo incompleto de la construcción de la masculinidad de acuerdo a parámetros hegemónicos o patriarcales. Ya sea para adaptarse o diferenciarse es el esquema guía. Hay quienes plenamente inmersos en el, disfrutan de su vigencia sin cuestionarlo, quienes ejercen esta masculinidad de forma vergonzante, pero que efectivamente la ejercen, y quienes están en franco conflicto con este esquema. Porque más allá del predominio que garantiza, las exigencias de poder todo, de fortaleza emocional, de vocación de buey de carga, de virilidad ferrea, producen un cansancio que desemboca en una vacuidad vital.
“El machismo mata,” se dice con certeza aludiendo a la violencia contra la mujer. Quienes no derivan en semejantes exacerbaciones van desgastando su existencia cotidiana en la lucha contra el terror a ser poco hombre.
Quienes se plantean otro tipo de masculinidad y asumen, aún con tropiezos su ejercicio, tienen una dura pelea por delante que conlleva a la reconciliación con la ternura, a la reivindicación de lo igualitario, al libre ejercicio de recepción y donación de afecto y al diseño de un entorno inclusivo.
Nada se soluciona con que un hombre se declare feminista. La lucha contra el patriarcado, mayoritariamente vigente en la cultura cotidiana y sus ataduras internas pasa por un cuestionamiento profundo que sacuda también las comodidades. Hombres y mujeres no deben ser iguales sino que han de poder ejercer sus derechos de manera igualitaria. Esto es posible propiciando un modelo sano de masculinidad que implique un vuelco copernicano en los valores de la hombría. No son simples expresiones de deseo cargadas de ilusiones de un mundo distinto. Algunos avances en materia social en los últimos años nos llevan a creer que es posible la implementación de políticas públicas y educativas que posibiliten la revolución cultural pendiente pero tal vez cercana.
*Psicólogo
www.jorgegaraventa.com.ar
Publicado en la revista “Género y Peronismo” Nº 11
Enviado por Mirta Graciela Fregtman
Imagen: Pablo Flaiszman