Varones

Nueva patología de pareja: Mujeres fuertes, varones… no tanto

Frágil, frágil como marido posmoderno

Muchas parejas que se creen distintas preservan la lógica del “fuerte” y el “débil”, sólo que con roles cambiados.
“Todo emparejamiento supone la elección de un otro privilegiado.”

Una casuística frecuente en nuestras consultas es la de mujeres emprendedoras, activas, con características innovadoras en relación a las definiciones tradicionales. Y de varones que, en cambio, parecen más resistentes a la revisión de sus mitologías genéricas y apegados a los formatos conocidos. Sin presuponer ninguna generalización, este vínculo caracteriza un tiempo en el que el eje de las transformaciones lo han protagonizado las mujeres. El feminismo teórico y político viene produciendo desde hace décadas acciones y pensamientos tendientes a desbaratar una injusticia histórica, la del lugar subrogado de la mujer en relación a los varones, semantizados como ejes de la cultura y paradigmas de lo humano.
El patriarcado se caracterizó por: a) el control de la fecundidad de las mujeres y su reapropiación por los varones; b) la división sexual del trabajo y de las cualidades cognitivas; c) un sistema de parentesco por el cual las mujeres son objeto de intercambio entre varones; d) la mujer, pensada por los imaginarios y por la ciencia (masculina) como “lo otro” del hombre, colocado como ideal humano. Estamos asistiendo a un tiempo, posterior y contemporáneo a la revolución femenina en que: a) las tecnologías reproductivas y los métodos contraceptivos habilitan a las mujeres al control de su propia fecundidad y a ser quienes pueden decidir la paternidad de los hombres (los recientes casos de Xuxa y Madonna implican hacer del hombre un mero semental); b) visualizamos un progresivo reparto económico del mundo y de los recursos cognitivos de las mujeres con los hombres; c) una recuperación creciente de su lugar de sujetos con derecho pleno, voz propia y no sólo objetos.
Estos cambios, sin barrer las diferencias entre varones y mujeres, enfatizan los elementos semejantes y deberían favorecer la igualdad de derechos. Lo cierto es que, en el interior de estas parejas, visualizamos la pregnancia de lo des-parejo.
Las mujeres están ocupando progresivamente todos los lugares habitualmente vinculados a los varones, pero la inversa no ocurre de manera equivalente. En términos generales, los varones aún no han positivizado ni los roles domésticos ni los de crianza, ni los valores ligados a la vincularidad, ni a la pasividad. Las prescriptivas de la “masculinidad y la femineidad” hegemónicas se tornan obstáculo al momento de problematizar los vínculos de pareja. Estas emblemáticas son creencias compartidas, y es esta participación silenciosa en las representaciones lo que constituye la fuerza y la perdurabilidad de un sistema de dominación. Las mujeres contribuyeron al patriarcado con su aceptación de la capacidad superior de los varones, como la delegación masiva, por parte de los varones, en las mujeres, del universo socio-afectivo.
La hipótesis de la semejanza entre los sexos conduce más fluidamente a las relaciones de simetría entre mujeres y varones. A posibilitar una alternancia creativa en los roles que ya no son sustanciales al sexo (o al género), sino potencialidades de funciones múltiples que varían con el paso del tiempo histórico y los tiempos individuales. ¿Por qué estas parejas de mutantes, de “gemelos de sexo distinto”, se reinstalan en la complementariedad?
Todo emparejamiento supone la elección de un otro privilegiado en su capacidad de reconocimiento. Si todo encuentro es un des-encuentro, dado que, en la línea del narcisismo, el Ideal, puesto en la espera de ese otro, irremisiblemente cae, también es des-encuentro toda vez que el otro y su género condicionan un reconocimiento que queda esclavizado a los determinantes instituidos. Es un re-conocimiento con valores pre-pautados, sin calidad instituyente ni fluidez en los intercambios. Las parejas de las que hablamos mantienen estas características, con un cambio de roles: ahora las mujeres aparecen como fuertes, con mayor movilidad, y los hombres como débiles, fragilizados, en la medida en que los atributos que apuntalaban su identidad no les son, ahora, privativos. Otra salida ante la impotencia es la hipertrofia de los valores tradicionales de la masculinidad, como por ejemplo las distintas formas de violencia. Como dice el refrán: “Detrás de toda gran mujer, hay un hombre tratando de pasarla”. Son parejas en las que las diferencias trasmutan en desigualdades. Hubo intercambio de papeles, pero la lógica es idéntica. La interdependencia mutua, al no ser reconocida, se expresa en las oposiciones activo-pasivo, arriba-abajo. Estas oposiciones, ocultan, al presentarse como opuestas, su interdependencia. Para que haya alguien “potente”, debe consignarse un “fragilizado”, pero la diferencia entre entidades está basada en la negación de las diferencias que están dentro de las entidades. En este sentido, la pareja, como transacción entre lo pulsional y los imperativos culturales, es un campo magnético para la dicotomización y la implementación de una complementariedad a predominio alienante.
La identidad masculina en Occidente fue construida regularmente en oposición jerárquica a la posición de la mujer como objeto devaluado o reenviado al misterio. En ambas conclusiones el mito, la mirada androcéntrica, se superpuso al conocimiento.
El feminismo político y teórico abrió la batalla a esta injusticia histórica e inauguró una mirada desde las mujeres, que al mismo tiempo hizo luz sobre un sistema de dominación, en el cual las diferencias trocaron en desigualdades. Los men’s studies han inaugurado un campo de trabajo imprescindible: aquel en el que los hombres puedan ser pensados no como guerreros, científicos, deportistas o estadistas, sino como personas. Estos desarrollos, junto a las narrativas psicoanalíticas, están dando cuenta de la complejidad de las formas de subjetivación masculina.
El cambio de posición de la mujer y las profundas modificaciones culturales muestran a muchos varones perplejos. Corridos los sostenes identitarios, son aún pocos los que pueden elaborar formas de subjetivación sobre otras bases que no sean el dominio, la actividad y la suposición de saber. La creciente constatación de la semejanza –en posibilidades, en capacidades– con las mujeres debe ser desmentida al representar una amenaza a la especificidad. Los comentarios que desde lo consciente enarbolan la necesidad de vínculos simétricos con las mujeres no siempre van de la mano de los hábitos conductales y relacionales, más cercanos a los valores tradicionales que forjó la modernidad.
La estructura valorada de la individuación en nuestra cultura privilegió la separación por sobre la dependencia y esto fue más ejercitado en la socialización de los varones. El vínculo de pareja supone una fuerte dependencia mutua que en los formatos tradicionales incluyó una polaridad de funciones y talentos complementarios que hacían perder un vasto capital cognitivo e instrumental, depositado masivamente en el otro del vínculo. La configuración “mujeres fuertes – hombres fragilizados”, es una reedición de la misma novela. Gabriel García Márquez le hace decir a un personaje varón: “En mi casa se hace lo que yo obedezco”.
¿Cómo deslindar masculinidad de virilidad en una cultura que alienta el ideal triunfalista por sobre los lazos solidarios? La masculinidad supone un ejercicio permanente que la confirme y destierre los rasgos de fragilidad, semantizados como femeninos o poco viriles. Ya Sigmund Freud entrevió que “lo que para la mujer es la envidia del pene, es para los hombres el temor a la pasividad, confundida con feminización”. Pues bien, este vínculo nos muestra las fragilidades del varón como contrapartida de una atribución de ciertos poderes a la mujer. La semejanza de ciertas capacidades es vivida como pérdida de la especificidad y no como una nueva versión del ejercicio de un vínculo.

Norberto Inda

Psicólogo, investigador sobre temas de género.

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