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Los hilos que nos atan a la ansiedad

Las incertidumbres y los miedos constituyen un signo de  los tiempos. Las contradicciones están a la vista: tanto buscamos la compañía como nos refugiamos en la soledad.Cuidamos nuestro cuerpo con dietas pero también comemos sin límite. Las relaciones humanas en pareja, familia o soledad se vuelven engorrosas.
“¿Estamos o sobrevivimos?” pregunta el pensador polaco.
Edward Hopper. Office in a small city (1953) (Oficina en una pequeña ciudad). Una fría geometría rodea al personaje que se enfrenta a la soledad y el silencio del perfil urbano. Este tema -silencio y soledad- es reiterado en toda la narrativa plástica del artista norteamericano. (Museo Metropolitano de NY).
La tensión potencial que existe entre erotismo y sexo, lo mismo que la salud y el bienestar de nuestros cuerpos, son rasgos fundamentales de nuestra vida diaria. Nos encontramos sometidos cotidianamente a publicidades acerca de dietas, ejercicio y vacaciones. En este proceso la gente puede oscilar entre querer estar con otros y querer estar solos, entre ocuparse mucho de su cuerpo y despreciar el llamado a ser saludable con grandes atracones de comida y de bebida, entre expresar el deseo a estar cerca de aquellos con quienes se sienten bien y, al mismo tiempo, “huir de todo” viajando a lugares donde poca gente podría molestarlos.
Todo esto expresa deseos de romper o suspender una relación que se considera engorrosa, difícil de manejar, forzada, irritante o simplemente demasiado exigente de comodidad. Del mismo modo en que oscilamos entre los deseos de intimidad y soledad, construimos una relación con nuestros cuerpos que es parte fundamental de nuestra vida diaria.
En busca de seguridad
Ya hemos señalado hasta qué punto nuestras relaciones con las demás personas son a la vez gozosas e irritantes. La mayor parte de las veces son complejas y confusas, envían señales contradictorias y dan lugar a acciones que no son fáciles de reconciliar. Por lo tanto, los demás no sólo proporcionan seguridad para nuestro bienestar: también causan ansiedad, y ésta no es una condición placentera; no sorprende, pues, que tantos de nosotros creemos estrategias para evitar esas situaciones. Habiendo encontrado difícil de resolver y difícil de soportar la confusión, podemos experimentar una urgencia por cortar los hilos que nos atan a esa fuente de ansiedad y desear el retiro. Sin embargo, ¿adónde vamos? ¿Dónde podremos encontrar el refugio seguro que buscamos? Para responder a estas preguntas, pensemos en el mundo que nos rodea –los lugares y las personas que conocemos y que creemos comprender– como una serie de círculos concéntricos, cada uno más amplio que el anterior. La circunferencia más grande y más externa aparece borrosa en nuestro mapa cognitivo: es un lugar neblinoso, remoto. Ese círculo contiene las “grandes tierras desconocidas”, que nunca visitamos y que no visitaremos a no ser que contemos con la ayuda de algún guía confiable, y que vayamos armados con mapas y diccionario de frases hechas, y dispongamos de un seguro contra los riesgos que una aventura así podría acarrearnos. Los círculos pequeños son más seguros y familiares; cuanto más estrechos, más seguros nos sentimos. Está, primero, un lugar que es nuestro país, donde asumimos que cada persona que pasa por la calle es capaz de hablar en el idioma que nosotros comprendemos, obedecer las mismas reglas y comportarse de una manera comprensible, de modo que sabríamos cómo responder a sus gestos y a su conversación.

En el cuadro de Edward Hopper Nighthawks (1942) el silencio y la incomunicación de tres personas: no hablan ni miran a nadie. La escena en Manhattan, Nueva York, junto a una calle vacía.


Abajo: Los personajes de la serie animada Los Simpson, de Matt Groening, son incorporados al célebre cuadro en una escena dominada por la desesperanza.
Un círculo aún más pequeño sería lo que podríamos llamar nuestro “vecindario”. Aquí conocemos a la gente por su cara, y a muchos también por el nombre, e incluso tal vez no sólo por el nombre: también por sus costumbres. Conocer las costumbres de las personas reduce la incertidumbre que viene con la falta de familiaridad, de modo que podemos saber qué esperar de cada uno. Luego, por fin, en último lugar, pero por cierto no en el menos importante, está el “círculo íntimo”, bastante pequeño en comparación, que llamamos “hogar”. De una manera ideal, éste es el lugar en el que todas esas diferencias entre personas, por profundas que sean, no cuentan mucho, porque sabemos que podemos contar con ellos cuando haga falta, que van a sostenernos en los momentos difíciles y que no nos van a dejar caer. Este es el lugar en que no hay necesidad de demostrar nada: mostrar el “verdadero rostro” y no esconder nada. El hogar es visto a menudo así, en estos términos, y registrado como un lugar de salvación, calidez y seguridad, donde podemos estar tranquilos de conservar nuestro lugar y nuestros derechos sin tener que salir a pelearlos o tener que vigilarlos de continuo. Como sucede con todas las definiciones y presuposiciones drásticas que se refieren a límites claros en la demarcación de espacios y lugares, ésta es apropiada, en primer término, si el hogar existe, y sólo mientras siga existiendo. El desamparo, las rupturas familiares, las peleas entre generaciones que representan tradiciones y convicciones culturales diferentes parecen no existir cuando los límites entre los círculos se asumen como claramente demarcados. De ser así, sabemos quiénes somos, quiénes son los demás, cuáles son las expectativas que tienen sobre nosotros y por lo tanto cómo nos colocamos frente al orden de las cosas. Sabemos qué podemos esperar razonablemente de cada situación y qué expectativas serían ilegítimas y presuntuosas.
Sin embargo, ¿qué pasa si las distinciones entre los círculos se vuelven borrosas o incluso se quiebran por completo? ¿Qué pasa si las reglas que son apropiadas en un círculo se filtran hacia otro círculo, o cambian tan rápidamente que es difícil confiar en ellas y seguirlas? El resultado son sentimientos de confusión e incertidumbre, hasta llegar al resentimiento y la hostilidad.
Donde en un tiempo había claridad, entra a tallar la ambigüedad con su falta de certidumbre, puede venir el miedo a golpear a la puerta, así como actitudes reaccionarias nacidas de la falta de voluntad de comprometerse y comprender. Muchos han comparado el pasado con el presente en estos términos. Una nostalgia por la tradición lleva a pensar que en otro tiempo la gente conocía su lugar y las expectativas correspondientes colocadas sobre ellos. La investigación histórica ha cuestionado la existencia de estas certidumbres confortables, pero persisten vía una apropiación de esas comunidades imaginadas de eras pasadas como respuesta a las condiciones contemporáneas. El mundo que se suponía familiar y seguro ya no aparece más como familiar y seguro. La velocidad de cambio ahora parece la condición que rige nuestras vidas, con gente moviéndose rápidamente a nuestro alrededor; los que en un tiempo eran conocidos íntimos desaparecen de la vista y aparecen nuevas personas, de las que poco conocemos. Sentimos que si bien en un tiempo pudimos haber sabido quiénes éramos en términos de dónde vivíamos y en qué momento histórico, esos recursos se han evaporado junto con los cambios impulsados por deseos frenéticos aparentemente desprovistos de significado y propósito. Las reglas, entonces, que parecen cambiar rápidamente y sin aviso, ya no poseen la legitimidad que sostenía su existencia. Es poco lo que se puede dar por sentado, y lo que se ha logrado no puede asumirse como perdurable, a no ser que se lo sostenga con esfuerzo incesante. Lo que antes era una carrera para toda la vida se convierte en una serie de momentos en la lucha por el reconocimiento que se plantea con cada nuevo trabajo, cada entrevista. Incluso en el más íntimo, y más hogareño de los círculos, hay que mantener la vigilancia. A medida que estos procesos gobiernan cada vez más nuestra vida, la mercantilización puede fácilmente convertir ese hogar de seguridad en una casa que ya no es más que un objeto de cambio como cualquier otro.
Por supuesto, exageramos un poco para clarificar. Sin embargo hay muchas cosas que asumimos como parte de nuestra seguridad que muchos no poseen, ni tienen la posibilidad de adquirir. Al mismo tiempo, estos procesos afectan las relaciones, a pesar de la convicción corriente de que estas relaciones están selladas herméticamente a las influencias sociales, políticas y económicas. Tomemos, por ejemplo, la más íntima de las relaciones: la familia o la pareja amorosa. Anthony Giddens acuñó los términos “amor confluyente” para describir los sentimientos que mantienen a la pareja junta y “relaciones puras” para caracterizar el tipo de pareja que se construye sobre este cimiento. El amor confluyente simplemente significa que en todo momento los miembros de la pareja se aman, se sienten atraídos uno por el otro y desean permanecer juntos. Para ellos, su pareja es placentera, satisfactoria y deseable. Sin embargo, no hay promesa ni garantía de que esta condición agradable vaya a durar “hasta que la muerte nos separe”. Lo que confluye también puede difluir. Si esto sucede, la pareja misma, desprovista de la base que la mantenía unida –se trataba, después de todo, de una “relación pura”– se derrumbaría. El amor confluyente requiere, no obstante, de dos miembros, y sin embargo, para comenzar a difluir alcanza con que empiecen a languidecer los sentimientos de uno solo. Una relación pura, sostenida por emociones confluyentes, es por lo tanto una construcción frágil y vulnerable. Ninguno de los dos miembros de la pareja puede estar realmente seguro del otro, que mañana puede declarar que ya no siente lo mismo con respecto a compartir la vida y a vivir juntos; que necesita “más espacio” y que piensa en buscarlo por otro lado. Las parejas que no tienen ninguna otra base nunca dejan de estar en el “período de prueba”, con una serie inacabable de tests cotidianos. Ese tipo de parejas ofrece libertad de maniobra, ya que no ata a los miembros con compromisos eternos, ni “hipoteca el futuro” de ninguno de los dos. Pero el precio que se paga por esta “libertad” es alto: incertidumbre perpetua y falta de seguridad.
Todo esto no puede sino influir sobre el estatus de la familia, una institución que suele ser vista como fuente de estabilidad y seguridad. Después de todo, la familia funciona como un puente entre lo personal y lo impersonal, y entre la mortalidad de sus miembros individuales y la inmortalidad. Tarde o temprano, un miembro puede morir, pero la familia, su estirpe y linaje lo sobrevivirán; su legado es el de haber perpetuado de algún modo ese linaje. Hoy en día, muchas familias se separan y luego se reacomodan en diferentes contextos, o simplemente se disuelven en otras relaciones. Nada, por lo tanto, está dado, de modo que son cada vez más las tareas que hay que hacer para sostener una familia. Lynn Jamieson llamó revelación de la intimidad a este proceso por el que lo que en un tiempo era algo supuesto se convierte en algo que debe hacerse explícito para que los lazos de unión de las relaciones se sostengan rutinariamente.
Según Zygmunt Bauman, las personas oscilan entre deseos de soledad y compañía, entre relaciones irritantes y gozosas.
 
En un nivel podríamos decir que el lugar en el que nos podemos sentir seguros se está volviendo más estrecho: menos personas, si acaso alguna, entran en él y permanecen lo suficiente como para despertar fe y confianza. Al mismo tiempo, sin embargo, hay muchas maneras en que los círculos que hemos propuesto se mantienen dentro de la vida diaria, con consecuencias que difieren para los miembros de la relación. Las prácticas de “segmentación” e “integración” entre el hogar y el trabajo en el marco de las relaciones, por ejemplo, han sido examinadas por Christena Nippert-Eng. El trabajo pago era un lugar que se asumía como separado del espacio del hogar, pero las nuevas tecnologías abrieron otras posibilidades en términos de uso del espacio-tiempo. Eso, sin embargo, requiere enfrentar nuevas presiones en las relaciones para que el espacio y el tiempo dentro del hogar queden demarcados de forma tal que sea posible el primer lugar para el trabajo. Si el otro miembro de la pareja no reconoce esto y no hace los ajustes correspondientes, es probable que aumenten los conflictos. Deberíamos, por lo tanto, ser cuidadosos al abrazar las supuestas nuevas libertades que la revolución informática aparentemente proporciona. Las estructuras hogareñas y las divisiones del trabajo según el género dentro de esas estructuras pueden llegar a ser, según Christine Delphy y Diana Leonard han demostrado en su estudio del matrimonio, extraordinariamente resistentes al cambio.
Hay otro aspecto. Cuando hablamos de la demanda que hacen muchas personas de tener “su propio espacio”, ¿qué es lo que esto significa? Si consiguen ese espacio, ¿qué queda? Después de todo, si otros quedan afuera, y uno se libera al parecer de los que “lo ponen nervioso” y “hacen demandas poco razonables”, ¿qué queda de la persona que busca ese espacio y sobre qué base se hace su demanda? Como hemos sostenido a lo largo de este libro, nos conocemos a nosotros mismos a través de los demás, de modo que ¿qué es conocernos a nosotros mismos y a qué aludimos cuando reclamamos eso? Una respuesta puede radicar en nuestro yo corporal: es decir, en referencia a nosotros como un “cuerpo”.
Fuente: Escrito por ZYGMUNT BAUMAN, publicado en Revista digital el arca del 2011 numero 66
*Poznan, Polonia, 1925. Sociólogo polaco, reside en Inglaterra desde 1971.
Es profesor en la Universidad de Leeds, Reino Unido.
Su obra se ocupa de cuestiones como la hermenéutica, el socialismo, el holocausto, la modernidad y posmodernidad, el consumismo, la globalización y la nueva pobreza. Es autor de Ética posmoderna, Amor líquido, La cultura como praxis, Trabajo, consumismo y nuevos pobres, entre otros. Artículo extraído de Pensando sociológicamente, Zygmunt Bauman, Tim May, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 2007.

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