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La relación Hijo Padre, reflexiones de Sigmund Freud

Carta a Romain Rolland. (Una perturbación del recuerdo en la Acrópolis) (1936)

«Brief an Romain Rolland (Ene Erinnerungsstorung auf der Akropolis) »

Estimado amigo:
Me insistían para que escribiese alguna cosa como contribución al festejo de su setenta aniversario, y durante largo tiempo me empeñé en hallar un asunto que fuera en algún sentido digno de usted y pudiera expresar mi admiración por su amor a la verdad, su coraje público, su humanitarismo y solicitud hacia el prójimo, o que testimoniara mi agradecimiento al literato que me ha regalado tantos momentos de goce y exaltación. Mas en vano; soy diez años mayor que usted, mi producción languidece. Lo que en definitiva le ofrezco es el don de alguien empobrecido que «ha visto antaño días mejores».
Usted sabe que mi trabajo científico se había fijado la meta de esclarecer fenómenos inusuales, anormales, patológicos, de la vida anímica; esto es, reconducirlos a las fuerzas psíquicas eficaces tras ellos y poner de manifiesto los mecanismos actuantes. Primero lo ensayé en mi propia persona, luego en otros y, por fin, mediante una osada intromisión, en el género humano como un todo. Uno de esos fenómenos, que vivencié hace ya una generación, en 1904, y nunca había podido comprender, afloró en mi recuerdo una y otra vez durante los últimos años . Al comienzo no supe por qué; finalmente me decidí a analizar esa pequeña vivencia, y aquí le comunico el resultado de ese estudio. Desde luego, debo pedirle para las referencias sobre mi vida personal mayor atención que la que en otro caso merecerían.
Una perturbación del recuerdo en la Acrópolis
En aquella época solía emprender todos los años, para fines de agosto o comienzos de setiembre, un viaje de vacaciones con mi hermano más joven; duraba varias semanas y nos llevaba a Roma, alguna otra comarca italiana o las costas del Mediterráneo. Mi hermano es diez años menor que yo: de la misma edad que usted -una coincidencia que sólo ahora se me ocurre- Ese año mi hermano me declaró que sus negocios no le permitían una larga ausencia y a lo sumo podía faltar una semana; debimos, pues, abreviar nuestro viaje. Decidimos viajar por Trieste hasta la isla de Corfú, y pasar en ella nuestros escasos días de vacaciones. En Trieste, él visitó a un amigo suyo allí instalado con quien tenía negocios comunes, y yo lo acompañé. Este hombre amable se informó sobre lo que nos proponíamos hacer después, y cuando se enteró de que iríamos a Corfú nos lo desaconsejó vehementemente: «¿Qué harían allí en esta época? Hace tanto calor que no podrían emprender nada. Mejor vayan a Atenas. El vapor del Lloyd parte hoy en las primeras horas de la tarde; les deja tres días para ver la ciudad y los recogerá a su regreso. Valdrá más la pena y será más grato».
Cuando nos separamos del triestino, los dos estábamos de un talante asombrosamente destemplado. Discutimos el plan que se nos había propuesto, lo hallamos totalmente inadecuado y sólo veíamos obstáculos para su ejecución; además, suponíamos que sin pasaporte no nos dejarían entrar en Grecia. Descontentos e irresolutos, dimos vueltas por la ciudad las horas que faltaban hasta que abriesen las oficinas del Lloyd. Pero cuando llegó la hora fuimos a la ventanilla y compramos pasajes en el vapor para Atenas, como si fuera lo más natural, sin hacer caso de las presuntas dificultades y aun sin comunicarnos entre nosotros las razones de nuestra decisión. Y sin embargo, era bien raro ese comportamiento. Más tarde reconocimos que habíamos aceptado enseguida y de la mejor gana la propuesta de ir a Atenas en vez de a Corfú. ¿Por qué hasta que abrieron la ventanilla nos asedió el mal humor e imaginábamos sólo impedimentos y dificultades?
La tarde de nuestra llegada, estaba yo sobre la Acrópolis y abarcaba con mi vista el paisaje cuando de pronto me acudió este asombroso pensamiento: «¡¿Entonces todo esto existe efectivamente tal como lo aprendimos en la escuela?!». Descrito con mayor exactitud: la persona que formuló la proferencia se separó, de manera más notable y tajante que de ordinario, de otra que percibió esa proferencia, y ambas se asombraron, si bien no de lo mismo. Una se comportó como si bajo la impresión de una observación indubitable se viera obligada a creer en algo cuya realidad leparecía hasta entonces incierta. Con leve exageración: es como si alguien, paseando en Escocia por el Loch Ness, viera de pronto escurriéndose en tierra el cuerpo del tan mentado monstruo y se encontrara forzado a admitir: «¡Entonces existe efectivamente esa Serpiente del Lago en que yo no creía! ». Ahora bien, la otra persona se asombró, y con derecho, pues nunca había sabido que alguna vez se hubiera dudado de la existencia real de Atenas, de la Acrópolis y de ese paisaje. Más bien esperaba una proferencia de arrobamiento y exaltación.
Se tenderá a creer que insistiendo en ese extraño pensamiento que me acudió sobre la Acrópolis sólo me propongo indicar que es por entero diferente ver algo con los propios ojos a conocerlo por la lectura o de oídas. Pero sería una manera harto rara de presentar una trivialidad sin interés. 0 podría ensayarse la tesis de que siendo alumno secundario uno creía estar convencido de la realidad de la ciudad de Atenas y su historia, pero a raíz de esa ocurrencia en la misma Acrópolis uno se entera, justamente, de que en esa época no había creído en ello en lo inconciente; y sólo ahora -se agregaría- uno adquiere un convencimiento «que llega hasta lo inconciente» también. Semejante explicación suena muy profunda, pero es más fácil de formular que de probar, y además es muy cuestionable desde el punto de vista teórico. No; opino que los dos fenómenos, la desazón en Trieste y la ocurrencia en la Acrópolis, se encuentran en íntima copertenencia. El primero se comprende con mayor facilidad, y acaso nos ayude a explicar el otro.
Me percato de que la vivencia en Trieste no es sino la expresión de una incredulidad: «¿Que podremos ver Atenas? Pero si no es posible: hay demasiadas dificultades». Y la desazón concomitante corresponde entonces a la pena de que no sea posible. ¡Habría sido tan hermoso! Y ahora uno cae: es uno de esos casos de «too good to be true» {«demasiado bueno para ser verdad»}, que tan frecuentemente nos suceden. Un caso de esa incredulidad que suele darse cuando uno es sorprendido por una noticia feliz: ya sea que se sacó la lotería o ganó un premio, o, tratándose de una muchacha, que el hombre a quien ella ama en secreto se ha presentado como festejante ante sus padres, etc.
La comprobación de un fenómeno hace surgir enseguida, desde luego, la pregunta por su causación. Una incredulidad así es, evidentemente, un intento de desautorizar un fragmento de la realidad objetiva, pero en él hay algo de extraño. No nos asombraría que un intento así fuera dirigido contra un fragmento de realidad que amenaza producir displacer; nuestro mecanismo psíquico está, por así decir, montado para ello. Pero, ¿por qué tal incredulidad respecto de algo que, por el contrario, promete elevado placer? ¡Una conducta realmente paradójica! Ahora bien, recuerdo que ya una vez me ocupé del caso, similar, de aquellas personas que, según yo lo expresé, «fracasan cuando triunfan» . De ordinario uno suele enfermar a raíz de la frustración, el incumplimiento de una de las necesidades o uno de los deseos vitales; empero, en estas personas es a la inversa: enferman, y hasta llegan a perecer, porque se les ha cumplido un deseo de intensidad avasalladora. Pero la relación de oposición entre esas dos situaciones no es tan grande como parece al comienzo. En ese caso paradójico ocurre simplemente que una frustración interna remplaza a la externa. Uno no se permite la dicha; la frustración {denegación} interna ordena aferrarse a la externa. ¿Pero por qué? Porque -es la respuesta válida para una serie de casos- uno no puede esperar del destino algo tan bueno. Vale decir, de nuevo el «too good to be true», la exteriorización de un pesimismo del cual, al parecer, muchos de nosotros albergamos en nuestro interior una buena dosis. En otros casos ocurre en un todo como en el de quienes fracasan con el triunfo, hay un sentimiento de culpa o de inferioridad que puede traducirse así: «No soy digno de semejante dicha, no la merezco». Ahora bien, esas dos motivaciones son en el fondo la misma, una no es sino una proyección de la otra. En efecto, como sabemos desde hace mucho, el destino del que uno espera un trato tan malo es una materialización de nuestra conciencia moral, del severo superyó dentro de nosotros en que se ha precipitado la instancia castigadora de nuestra niñez .
Creo que con esto quedaría explicado nuestro comportamiento en Trieste. No podíamos creer que nos fuera deparado el júbilo de ver Atenas. El hecho de que el fragmento de realidad que queríamos desautorizar fuera al comienzo sólo una posibilidad determinó las peculiaridades de nuestra reacción de entonces. Cuando luego, ya sobre la Acrópolis, la posibilidad se hubo convertido en efectiva realidad, aquella misma incredulidad halló una expresión modificada pero mucho más nítida. Sin desfiguración, su texto habría podido ser este: «¡Realmente jamás hubiera creído que me fuese dado alguna vez ver Atenas con mis propios ojos como ahora ocurre sin ninguna duda! ». Si recuerdo la ardiente añoranza que me dominaba en mis años de estudiante secundario, y aun después, por viajar y ver mundo, y cuán tarde empecé a trasponerla en cumplimiento, no me asombra ese efecto retardado {Nachwirkung} en la Acrópolis; tenía yo entonces cuarenta y ocho años. No le pregunté a mi hermano, más joven, si sentía algo parecido. Hubo algo de recelo en toda esa vivencia, que ya en Trieste nos había estorbado intercambiar ideas.
Pero si he colegido rectamente el sentido de mi ocurrencia en la Acrópolis, y es que expresa mi jubiloso asombro por hallarme de hecho en ese lugar, se plantea otra pregunta: ¿Por qué ese sentido ha experimentado en la ocurrencia un disfraz tan desfigurado y desfigurante?
El contenido esencial del pensamiento se conservó sin duda en la desfiguración; es una incredulidad: «Según el. testimonio de mis sentidos, estoy ahora de pie sobre la Acrópolis; sin embargo, no puedo creerlo». Pues bien, esta incredulidad, esta duda en un fragmento de la realidad, es desplazada en la proferencia de dos maneras: primero, se la remite al pasado y, segundo, se la traslada de mi presencia en la Acrópolis a la existencia de la Acrópolis misma. Así se produce algo que equivale a aseverar que alguna vez he dudado de la existencia real de la Acrópolis, cosa que empero mi recuerdo desautoriza por incorrecta, y aun por imposible.
Esas dos desfiguraciones implican sendos problemas independientes entre sí. Puede intentarse penetrar más a fondo en el proceso de trasposición. Sin indicar con más detalle el modo en que lo consigo, tomaré como punto de partida el siguiente: lo originario tuvo que haber sido una sensación de que en la situación de entonces se registraba algo increíble e irreal. Esa situación incluye a mi persona, la Acrópolis y mi percepción de ella. No sé dónde situar esa duda, es evidente que no puedo dudar de mis percepciones sensoriales de la Acrópolis. Pero me acuerdo de que en el pasado he dudado de algo que tenía que ver con ese sitio, y así hallo el expediente de hacer remontar la duda al pasado. Pero de ese modo la duda cambia su contenido. No recuerdo simplemente que en años anteriores dudé de llegar a ver alguna vez la Acrópolis, sino que asevero que en ese tiempo no creí en la realidad misma de la Acrópolis. Y justamente de ese resultado de la desfiguración infiero que la situación presente sobre la Acrópolis ha contenido un elemento de duda en la realidad objetiva. En verdad, no he conseguido hasta ahora aclarar la secuencia, y por eso diré sucintamente, a modo de conclusión, que toda esa situación psíquica de apariencia confusa y difícil de exponer se resuelve de manera fluida mediante el supuesto de que sobre la Acrópolis yo tuve -o pude tener- por un lapso este sentimiento: «Lo que veo ahí no es efectivamente real». Se llama a esto un «sentimiento de enajenación» {«Entfremdungsgefühl}. Intenté defenderme de él, y lo conseguí a costa de un enunciado falso acerca del pasado.
Estas enajenaciones son unos fenómenos muy asombrosos, mal comprendidos todavía. Se las describe como «sensaciones», pero es evidente que se trata de procesos complejos, anudados a determinados contenidos y conectados con decisiones acerca de estos últimos. Muy frecuentes en ciertas enfermedades psíquicas, tampoco son desconocidos para el hombre normal, al modo de las ocasionales alucinaciones de las personas sanas. Sin embargo, no dejan de ser unas operaciones fallidas de construcción anormal como los sueños, y las consideramos paradigmas de perturbación anímica sin tener en cuenta su regular aparición en los sanos. Se las observa en dos formas: o bien es un fragmento de la realidad el que nos aparece ajeno {fremd} o bien lo es uno del yo propio. En este último caso se habla de «despersonalización»; enajenaciones y despersonalizaciones se copertenecen íntimamente. Hay otros fenómenos en que cabe discernir, por así decirlo, sus contrapartidas positivas: la llamada «fausse reconnaissance», lo «déjá vu», «déjá raconté» , espejismos en que queremos suponer algo como perteneciente a nuestro yo, del mismo modo que en las enajenaciones nos empeñamos en excluir algo de nosotros. Un intento de explicación apsicológica, místico-ingenua, pretende aducir el fenómeno de lo «déjá vu» como prueba de existencias anteriores de nuestro yo anímico. Desde la despersonalización, hay un camino que lleva hasta la «double conscience», en extremo asombrosa, que sería más correcto llamar «escisión de la personalidad» {«Persónlichkeitsspaltung»}. Todo esto es aún tan oscuro, tan poco dominado por la ciencia, que me veo obligado a prohibirme seguir elucidándolo ante usted.
Para mi propósito me bastará retomar dos caracteres universales de los fenómenos de enajenación. El primero es que todos sirven a la defensa, quieren mantener algo alejado del yo, desmentirlo. Ahora bien, de dos lados acuden al yo elementos que pueden reclamar la defensa: del mundo exterior objetivo {real} y del mundo interior de los pensamientos y mociones que afloran en el yo. Acaso esta alternativa recubra el distingo entre las enajenaciones propiamente dichas y las despersonalizaciones. Existe una abundancia extraordinaria de métodos -mecanismos, decimos- de los que nuestro yo se vale para dar trámite a sus tareas defensivas. Alguien allegado a mí está redactando un trabajo que se ocupa del estudio de esos métodos de defensa: mi hija, la analista de niños, está escribiendo justamente un libro sobre ese tema . Del más primitivo y radical de esos métodos, la «represión» (esfuerzo de desalojo), partió nuestra profundización en la psicopatología. Entre la represión y la defensa (que debe llamarse normal) frente a lo penoso insoportable mediante admisión, reflexión, juicio y acción acorde a fines, se extiende toda una serie de modos de comportamiento del yo, de carácter patológico más o menos nítido. ¿Me es lícito detenerme a considerar un caso límite de este tipo de defensa? Usted conoce el famoso romance-lamento de los moros españoles, ¡Ay de mi Alhambra!, que refiere el modo en que el rey Boabdil tomó la noticia de la caída de esa ciudad. Vislumbra que esa pérdida significa el fin de su reinado. Pero no quiere «tenerlo por cierto» {«wakr haben»}, resuelve tratar la noticia como «non arrivé» . Los versos dicen:
«Cartas le fueron venidas
de que Alhambra era ganada.
Las cartas echó en el fuego
y al mensajero matara».
Se colige fácilmente que en esta conducta del rey cooperó la necesidad de salir al paso de su sentimiento de impotencia. Quemando las cartas y matando al mensajero procura mostrar todavía la plenitud de su poder.
En cuanto al otro carácter universal de las enajenaciones, su dependencia del pasado, del tesoro mnémico del yo y de vivencias penosas anteriores que desde entonces pudieron caer bajo la represión, no lo admitirá usted sin objeción. Pero justamente mi vivencia en la Acrópolis, que en efecto parte de una perturbación del recuerdo, de una falsificación del pasado, nos ayuda a demostrar ese influjo. No es cierto que en mis años de estudiante secundario dudara yo alguna vez de la existencia real de Atenas. Sólo dudé de que pudiera llegar a ver Atenas. Viajar tan lejos, «llegar tan lejos», me parecía fuera de toda posibilidad. Esto se relaciona con la estrechez y la pobreza de nuestros medios de vida en mi juventud. La añoranza de viajar también expresaba sin duda el deseo de escapar a esa situación oprimente, deseo similar al que a tantos adolescentes esfuerza a largarse de su casa. Desde mucho tiempo atrás tenía en claro que buena parte del gusto por los viajes consiste en el cumplimiento de esos deseos tempranos, vale decir, tiene su raíz en el descontento con el hogar y la familia. Cuando uno ve por vez primera el mar, atraviesa el océano, vivencia como unas realidades ciudades y países que durante tanto tiempo fueron quimeras lejanas e inalcanzables, uno se siente como un héroe que ha llevado a término grandes e incalculables hazañas. En aquel momento, sobre la Acrópolis, pude preguntar a mí hermano: «¿Recuerdas cómo en nuestra juventud hacíamos día tras día el mismo camino, desde la calle … hasta la escuela, y después, cada domingo, íbamos siempre al Prater o emprendíamos una de las archisabidas excursiones al campo? ¡Y ahora estamos en Atenas, de pie sobre la Acrópolis! ¡Realmente hemos llegado lejos!». Y si fuera lícito comparar algo tan pequeño con algo grande, ¿no se dirigió el primer Napoleón, cuando lo coronaban emperador en Notre-Dame a uno de sus hermanos -debe de haber sido al mayor, José-, exclamando: «¡Qué diría nuestro padre si pudiera estar presente!» .
Pero aquí nos cae en las manos la solución de un pequeño problema, el de saber por qué nos estropeamos ya en Trieste el contento por el viaje a Atenas. Tiene que haber sido porque en la satisfacción por haber llegado tan lejos se mezclaba un sentimiento de culpa; hay ahí algo injusto, prohibido de antiguo. Se relaciona con la crítica infantil al padre, con el menosprecio que relevó a la sobrestimación de su persona en la primera infancia. Parece como si lo esencial en el éxito fuera haber llegado más lejos que el padre, y como sí continuara prohibido querer sobrepasar al padre.
A esta motivación universalmente válida se agrega todavía en nuestro caso el factor particular, a saber, que en el tema Atenas y Acrópolis, en sí y por sí, está contenida una referencia a la superioridad de los hijos. Nuestro padre había sido comerciante, no había ido a la escuela secundaria, Atenas no podía significar gran cosa para él. Lo que nos empañaba el goce del viaje a Atenas era entonces una moción de piedad. Y ahora ya no le asombrará a usted que el recuerdo de la vivencia en la Acrópolis me frecuentara desde que, anciano yo mismo, me he vuelto menesteroso de indulgencia y ya no puedo viajar.
Lo saluda a usted cordialmente suyo,
Sigmund Freud
Enero de 1936
[Ya había hecho breve referencia a este episodio unos diez años antes, en El porvenir de una ilusión (1927c), AE, 21, pág. 25, pero en ese momento no dio sobre él ninguna explicación.]
[Sección II de «Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico» (1916d).]
[Cf. El malestar en la cultura (1930a), AE, 21, pág. 122.]
[Estos fenómenos fueron examinados con algún detalle por Freud en dos oportunidades: en Psicopatología de la vida cotidiana (1901b), AE, 6, págs. 257 y sigs., y en «Acerca del fausse reconnaissance («déja raconté») en el curso del trabajo psicoanalítico» (1914a). Véase también la referencia al «velo» en el caso del «Hombre de los Lobos» (1918b), AE, 17, págs. 69 y 91 y sigs.]
[Anna Freud (1936).]
{Ultimo rey moro de Granada, en el siglo XV.}
[Freud usó esta misma frase para describir el proceso defensivo en su primer trabajo sobre las neuropsicosis de defensa (1894a), AE, 3, pág. 50, y en Inhibición, síntoma y angustia (1926d), AE, 20, pág. 115.]
{En castellano en el original.}
{Célebre parque en las afueras de Viena.}
[Suele decirse que Napoleón expresó lo que se consigna a continuación al ser consagrado con la Corona de Hierro de Lombardía, en Milán.]

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